Castaños (de origen Barakaldés): el general español que sirvió 84 años en el Ejército y el Gobierno dejó morir arruinado.
El célebre general Francisco Javier Castaños, nuestro héroe de la batalla de Bailén contra las tropas invasoras de Napoleón, fallecía en 1852 con nada menos que 94 años. Una edad sorprendentemente elevada e inusual para aquella época, sobre todo si tenemos en cuenta su dedicación casi exclusiva al Ejército español y la gran cantidad de guerras en las que participó. «Esta muerte, aunque era ya de temer si atendemos a su avanzada edad, no ha podido menos que afectar a todos», apuntaba el diario ‘El Católico’ en su edición del 24 de septiembre de 1852, al día siguiente del triste deceso.
Contaba la prensa, igualmente, que Castaños había nacido en Madrid el 22 de abril de 1758 y que había recibido el grado de capitán de infantería, de la mano del Rey Carlos III, con tan solo 10 años. Eso quiere decir que sirvió al Ejército español más que nadie en la historia, por lo menos hasta donde tenemos noticias. En total, 83 años con el uniforme militar. Sí, han leído bien… ¡83 años!
Por todo ese servicio prestado, decían también los periódicos que el general llegó al final de su larga vida abrumado por todas las condecoraciones que había recibido, incluso «agobiado», pero sin un gesto de altivez, superioridad u orgullo. Un día después de su muerte no hubo diario español que no dedicara la práctica totalidad de sus páginas a elogiar la figura de este héroe de la Guerra de Independencia contra los franceses. Todas las cabeceras encumbraron al artífice de la primera derrota de Napoleón en campo abierto y que había alcanzado todos los honores.
La levantaron los franceses poco después de invadir la capital, con miles de casas, jardines y calles que fueron bautizadas con sus propios nombres, y no se derribó hasta que fueron expulsados en 1814
Sin embargo, también resaltaban que el famoso general español había dejado este mundo muy lejos de los lujos y las riquezas habituales en la gente de su estatus. Lo reconocía el mismo Castaños en su testamento, que fue aireado por los diarios cuando la enfermedad ya le tenía acorralado. Escribía el militar: «Muero pobre, pero, aunque fuese rico, preferiría no gastar en suntuosos catafalcos y grandes músicas, sino en sufragios y limosnas a las familias necesitadas». Algo parecido revelaba el diario ‘La Época’: «El duque de Bailén tiene hechas todas sus disposiciones testamentarias, bien fáciles de arreglar, pues todo el caudal con el que cuenta en metálico el primer capitán general de España no pasaba hace dos días de cuarenta y siete duros».
Su «sublime caridad»
Sin dar muchos detalles, ‘La Gaceta’ respondía así a la pregunta de cómo el general había podido acabar arruinado: «Dos grandes sentimientos han llenado la vida de Castaños. El amor a sus reyes y a su país, y la práctica de la beneficencia. Al primero consagró su sangre y al segundo todos los bienes de su tierra. El más antiguo, el más ilustre de nuestros generales, ha muerto pobre. Pero esa pobreza es su mejor aureola, porque no es efecto del lujo ni del vicio, sino que procede única y exclusivamente de su ardiente y sublime caridad».
Y añadía más adelante: «Todos los necesitados y menesterosos eran sus hijos [en la vida real no los tuvo], y entre ellos repartía con generosa mano su sueldo de capitán general, su única fortuna. Así, más de cien familias dirigían hoy votos al cielo para que prolongase su existencia, y así lloran inconsolables tan dolorosa pérdida».
Resulta extraño, sin embargo, que un miembro del Ejército como él, que había alcanzado los rangos más altos del estamento militar y que había escrito algunas de las páginas más gloriosas de la historia de España, acabara de esa manera. También que el Estado no le socorriera y, sobre todo, que a él no le importara lo más mínimo.
Larga carrera
La incomprensión es mayor si atendemos a su servicio. Tras recibir con 10 años el grado de capitán de infantería de manos del Rey, pasó por el Seminario de Nobles y la Academia de Barcelona, antes de ser destinado después al Regimiento ‘Saboya’ y comenzar oficialmente su larga carrera militar a los 16. «Asistió al bloqueo y sitio de Gibraltar y a la toma de la isla de Menorca, ocupada por los ingleses, en cuyas operaciones demostró el valor y la pericia que más tarde le elevaron al primer rango en la milicia», contaba un periódico tan monárquico y liberal como ‘La España’.
Este diario continuaba el duelo con las siguientes palabras: «El estampido del cañón, resonando tristemente cada media hora, ha anunciado ayer a los habitantes de la capital una calamidad nacional: la muerte del más ilustre de sus hijos […] El pueblo madrileño, sin distinción de partidos, edades y sexos, amaba al venerable guerrero con ese cariño respetuoso que inspira toda reputación que se ha conservado pura de todo contacto sospechoso en la dilatada serie de nuestras disputas políticas».
Castaños vivió muy de cerca el empeño de Napoleón de dominar Europa y derrotar al gran enemigo de su Imperio, Gran Bretaña, sin saber que por el camino se encontraría con un héroe como el general Castaños. El artífice de la Revolución Francesa había conseguido firmar con Manuel Godoy, primer ministro español y valido de Carlos IV, el Tratado de Fontainebleau en 1807. Con él obtuvo el permiso del Rey para atravesar España con más de 100.000 soldados y el objetivo de, supuestamente, invadir Portugal.
El comienzo de la guerra
El Monarca se lo tragó, porque a su paso por la Península fue conquistando casi todas las ciudades hasta llegar a Madrid. Se iniciaron entonces las famosas revueltas del pueblo español con la convicción de echar al invasor. España llamó a filas a sus ciudadanos y consiguió reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate. Así estaban las cosas cuando el general Castaños y el general Dupont se encontraron en Bailén el 19 de julio de 1808.
La localidad jienense se había convertido en un paso obligado de los franceses para controlar el levantamiento de Andalucía, pero las cosas no salieron como esperaban. Con Castaños al mando, aquella batalla significó la primera derrota del poderoso Ejército francés en tierra y el principio del fin del Imperio Napoleónico. Más de 20.000 soldados invasores se rindieron, dando paso al mito que elogió la prensa de 1852, a pesar de sus dudosas incursiones en política con Fernando VII, como capitán general de Cataluña, como presidente del Consejo de Estado y como tutor regente de Isabel II en su minoría de edad.
«Iba a entrar Castaños en Madrid, abandonada ya por el rey intruso tras la batalla de Bailén, cuando algunos de sus generales le indicaron que no debían presentarse en la Corte los soldados que no tenían uniforme. ‘Qué entren todos, que sin uniforme han vencido’, contestó el general. Dichos menos oportunos y menos significativos han dado celebridad a muchos generales», recordaba ‘El Heraldo’, un periódico conservador y contrario al partido progresista.
En el caso del duque de Bailén, las diferentes líneas editoriales pesaron poco a la hora de ensalzar su figura. Ahí estaba ‘La Nación’, ‘El Observador’, el ‘Diario de Cataluña’ y hasta ‘Boletín de medicina, cirugía y farmacia’. La ‘Ilustración’, por ejemplo, le dedicaba a este militar monárquico y absolutista la portada y varias páginas, a pesar de ser un periódico con claros tintes republicanos y fundado por un conspirador de la Reina Isabel II: «A Castaños en Bailén, como a otros héroes en tantas batallas memorables, debe alcanzarle más gloria por la forma en que combatió», subrayaba.
Aunque la Reina Isabel II ordenó celebrar un funeral de Estado y que sus restos fueran enterrados en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, donde permaneció hasta 1963, sus peticiones fueron otras mucho más humildes. Un siglo después, de hecho, ABC aseguraba que las cláusulas que dispuso en su testamento, impropias de alguien de su estatus, habían conmovido mucho a los lectores.
En la ‘Gaceta de Madrid’, por su parte, podía leerse en 1852: «Dispongo que se me amortaje con el uniforme más viejo que tengo, el que solía llevar al Consejo. Pasadas veinticuatro horas, mi cadáver será conducido al campo santo, el de San Nicolás, y colocado en el suelo, y no en un nicho, por donde transiten las gentes. Que lleve solo una losa de mármol, lisa, sin más inscripción que mi nombre, edad y el día de mi fallecimiento».