De la mano de la incertidumbre
No cuesta mucho imaginar la perplejidad inicial, y probablemente el vértigo, que sintieron pese a su experiencia unos avezados especialistas como Joaquín Gorrochategui y Javier Velaza al desentrañar los trazos que dibujan la primera palabra de la inscripción de Irulegui, ese ‘sorioneku’ que ha acaparado la atención en torno al hallazgo arqueológico más relevante del antiguo territorio vascón en lo que va de siglo.
En el ambiente, y pese a las garantías que ha ofrecido el cumplimiento estricto de todos los protocolos de actuación, hubo de sobrevolar el infame nubarrón del recuerdo veleiense, fuente de temores más que comprensibles. Pero descartada esa posibilidad, la inscripción de la mano de Irulegui, que arranca con una expresión casi demasiado transparente desde la perspectiva del euskera actual, no iba a dejar de deparar sorpresas. Tras ‘sorioneku’ –que podría con todo ser ‘sorioneke’, según una lectura alternativa– se sucede una secuencia de palabras que son, a día de hoy, ininteligibles, como es impenetrable también la relación que guardan entre ellas. Un contraste que desazona, aunque no por ello debiera disuadir de las tentativas de interpretación de la mano de bronce, por difícil que resulte atisbar alguna remota vía de explicación.
Los apoyos textuales son prácticamente nulos en la exigua documentación vascónica y tampoco ayudan los nombres indígenas de las inscripciones aquitanas (que representan una lengua con la que el vascón estuvo estrechamente ligado). Algo similar ocurre con los textos ibéricos, que siguen siendo herméticos. En ibérico apenas pueden identificarse sin violencia, como solía decir Luis Michelena, elementos léxicos asimilables a lo que en la mano inscrita de Irulegui parecen ser palabras independientes.
Michelena, padre de la filología vasca moderna, se refirió a Navarra en 1961 como cuna probable de nuevos hallazgos de importancia, pero lo que hoy causa mayor asombro es la hipótesis que formuló en otro artículo del mismo año: «si dispusiéramos de documentos escritos en vasco prehistórico del siglo primero antes de nuestra era –o en alguna lengua emparentada con él–, cuesta admitir que no fuéramos capaces de penetrar el sentido general de textos sencillos […] y de reconocer bastantes de sus componentes». Michelena se basaba en el sólido conocimiento acumulado –debido sobre todo a su propia labor– acerca de los cambios experimentados por la lengua vasca a lo largo del tiempo.
A partir del razonamiento de Michelena, caben dos opciones (no muchas más): el texto de Irulegui refleja una lengua que difícilmente puede asociarse a alguna variante de euskera; o bien, si lo que palpita bajo la enigmática inscripción es el vascónico, este era muy distinto de nuestra imagen del vasco hablado en la antigüedad, que estaría en cambio cerca del aquitano. Es cierto que también en las inscripciones aquitanas, junto a formas relacionables con sus correlatos vascos actuales, afloran otras muy alejadas de cualquier voz contemporánea. Pero el testimonio aquitano está compuesto solo por nombres, mientras que la pieza de Irulegui contiene, tras el dichoso ‘sorioneku’, lo que semeja ser una oración completa, con elementos previsiblemente gramaticales que poco o nada tienen que ver con lo que creemos saber acerca del vasco prehistórico. En fin, un buen rompecabezas, intrincado y estupefaciente.
La mano verdosa de Irulegui abre una ventana al pasado teñida de incertidumbre.
Tomado de www.elcorreo.com