LECTURA: El asesinato de Calvo Sotelo

«El panorama iba a sufrir un cambio drástico, obligando a los conjurados a asestar el golpe o resignarse a su más que probable desarticulación.

Al anochecer del 12 de julio caí­a acribillado, por disparos de falangistas o de carlistas, el teniente Castillo, de la Guardia de Asalto. Castillo, implicado en el putsch madrileño de octubre del 34 (que imitaba el golpe de los nazis contra Dollfuss) e instructor de las milicias del PSOE, habí­a disparado  a bocajarro contra un joven tradicionalista en la manifestación del 16 de abril, cuando dio comienzo la protesta conservadora.  Al conocer el atentado, jefes izquierdistas de la Guardia de Asalto obtuvieron del ministro de Gobernación, Juan Moles, permiso para detener a significados derechistas en una razzia nocturna completamente ilegal, para la que les fueron facilitadas listas nominales y domicilios. En los arrestos participaron milicianos izquierdistas, signo de la  descomposición  de las fuerzas y acciones de orden público, a lo que llamaban «republicanización de las instituciones».

También se organizó en el cuartel de Pontejos una expedición, o acaso dos, para matar a Calvo Sotelo y a Gil Robles, quizá también al monárquico Goicoechea. Componí­an el primer grupo un pelotón de guardias de asalto más cuatro milicianos socialistas, dos de ellos guardaespaldas de Prieto en «la Motorizada» y otros dos afectos, al parecer, a Largo. El grupo partió en una camioneta oficial bajo la autoridad del capitán Condés, socialista y complicado, como Castillo, en el putsch del 34 y que, extrañamente, no pertenecí­a a la Guardia de Asalto, sino a la Guardia Civil, e iba de paisano,  pese a lo cual su mando no encontró  objeciones. Los encargados de capturar a Gil-Robles fracasaron, pues la presa estaba de viaje, en Biarritz, pero Calvo sí­ fue hallado. Lo secuestraron y cortaron el teléfono para incomunicar a su familia ante la pasividad de los guardias de seguridad que teóricamente custodiaban al diputado. Dí­as antes, Calvo se habí­a quejado a Moles de que su escolta le infundí­a sospechas. Sustituida, la segunda le pareció aún peor.  Los hombres de Condés hicieron subir al diputado a la camioneta y al poco de emprender la marcha le dispararon dos tiros en la nuca, hacia las tres y media de la noche. El asesino directo fue Luis Cuenca, de la Motorizada y con historial de pistolero polí­tico en Cuba. Probablemente fue también el asesino del lí­der estudiantil falangista Matí­as Montero en 1934, y aquel a quien alude Prieto al agradecer a un «motorizado» «el haber salido  con vida del mitin de í‰cija», donde sus compañeros de partido estuvieron a punto de matarle a su vez. Luego abandonaron el cadáver en la entrada del cementerio del Este. Calvo presentí­a su muerte desde las reiteradas amenazas que habí­a sufrido en el Parlamento.

Así­ pues, la policí­a, en unión de pistoleros de izquierda, habí­a asesinado al jefe más conspicuo de la oposición. Ello fundaba sospecha de la complicidad del gobierno o, en otro caso, la certeza de que este carecí­a de control sobre su propia policí­a, con todo lo que ello implicaba.  Los autores obraron sin duda en la confianza de no ser perseguidos, como ocurrí­a en general con los crí­menes de la izquierda.  Los indicios  sugieren que pudo ser un crimen de estado  o con amplias ramificaciones en la izquierda. Contra esa hipótesis aducen algunos  que la izquierda no tení­a interés en un acto así­, pero sí­ lo tení­a, y mucho: el de provocar a la derecha a una acción definitiva y prematura, para aniquilarla de una vez, como el golpe  de Sanjurjo en el 32.  Sin embargo, el interés y los actos no siempre van juntos y es imposible hoy una conclusión. En todo caso, la desintegración del estado y la ausencia de legalidad permití­an tales cosas. Se jha pretendido que el fin de la operación habí­a sido secuestrar a los jefes derechistas para impedir nuevos atentados de Falange, o para someterlos a interrogatorios en busca de pruebas de actividad subversiva que  que permitieran retirarle la inmunidad parlamentaria. Tales explicaciones son simplemente pueriles, a menos que se admita la transformación de las fuerzas de orden público en grupos terroristas, y aún así­. La  expedición no podí­a tener otro objetivo que la muerte, prometida a aquellos diputados en la prensa y en el mismo Parlamento.

Del odio reinante en la vida polí­tica da idea la frase pronunciada en agosto por el diputado del PSOE íngel Galarza, ministro de  Gobernación en septiembre y que dos semanas antes del crimen habí­a justificado en las Cortes cualquier violencia contra el polí­tico asesinado: «A mí­ (…) el asesinato de Calvo Sotelo me produjo un sentimiento (…) El sentimiento de no haber participado en su ejecución».

El choque psí­quico y polí­tico fue demoledor. «Sentí­ la impresión de que todas las treguas estaban terminadas y disipadas todas las esperanzas de concordia», dice Martí­nez Barrio. «Este atentado ha tenido para España los efectos de una bomba, con cuya explosión se han hecho saltar las compuertas que contení­an el desbordamiento de las pasiones», concluye el socialista Romero Solano. «Este atentado es la guerra», resumió sobriamente Zugazagoitia. Y así­ lo juzgó casi todo el mundo.

La izquierda sentí­a confianza. Un diputado del PSOE comentó a Zugazagoitia: «Las consecuencias de que ahora se habla no creo que debamos temerlas. La República tiene de su parte al proletariado, y esa adhesión la hace, si no inatacable, sí­ invencible. Si las derechas levantan la bandera de la rebeldí­a será llegado el momento de ejemplarizarlas con una lección implacable». Dos dí­as antes, en Londres, ílvarez del Vayo  decí­a al embajador soviético Maiski: «Hay suficientes fuerzas en el paí­s para evitar, o en todo caso aplastar, cualquier intento de golpe militar». Ese optimismo no era absurdo, como se ha querido ver con posterioridad. La experiencia de octubre del 34 demostraba que quien poseyera los resortes del estado  tení­a de antemano las de ganar, máxime cuando ese poder estaba respaldado por una potente movilización de masas.  El optimismo también encerraba el cálculo de que las masas desplazarí­an al gobierno republicano e impondrí­an de una vez la ansiada revolución, esta vez con los medios del poder en sus manos.

El dí­a 13, el PCE exigí­a la disolución de la CEDA y los partidos monárquicos, la detención de sus dirigentes y la incautación de su prensa. La reacción del gobierno indicaba que seguirí­a esa lí­nea. Anunció la clausura de los centros alfonsinos y carlistas de Madrid (también de la CNT, que, como los anteriores, nada tení­a que ver en el caso) y la pronta detención de numerosos derechistas. Para el 14 estaba previsto un pleno de las Cortes, pero Martí­nez Barrio lo suspendió, porque «habrí­a terminado a tiros». Gil-Robles, indignado, lo tomó por intento de escamotear al paí­s lo ocurrido. Martí­nez sugirió entonces cachear a los diputados al entrar en la Cámara, lo que el cedista estimó «denigrante» y «humillante». Se mantuvo la prohibición del pleno.

El mismo dí­a 14 escribí­a Prieto en El liberal de Bilbao:  «Hoy se dijo que la trágica muerte del señor Calvo Sotelo servirí­a para provocar el alzamiento de que tanto se viene hablando. Bastó ese anuncio para que, en una reunión que solo duró diez minutos, el Partido Socialista, el Partido Comunista, la Unión General de Trabajadores, la Federación Nacional de Juventudes socialistas y la Casa del Pueblo quedaran de acuerdo (…)  para su acción común (…) Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel. Habiendo de ocurrir así­, serí­a preferible un combate decisivo a esta continua sangrí­a».  No podrí­a explicarse mejor el estado aní­mico de unos y otros. El dí­a 15, el gobierno dio a conocer el arrsto de 185 jefes provinciales y locales de Falange y al dí­a siguiente clausuró los locales de derechas en Barcelona.  La censura acalló a la prensa conservadora.

Aunque la decisión de rebelarse en fecha próxima estaba  tomada, resultaba en extremo azarosa a causa de las grietas entre Mola y los carlistas, los poco claros acuerdos con Falange, los titubeos o tibiezas de algunos conjurados o el aplazamiento pedido por Franco. Pero cuando Mola y los suyos se hallaban reunidos para conseguir un acuerdo final, les llegó la noticia del crimen. Mola dijo: «No se puede esperar ni un minuto más. El Gobierno nos ha cogido la delantera y acabará por anularnos o exterminarnos» A partir de ese momento fue más bien la prisa por empezar cuanto antes lo que dominó. El dí­a 14, mientras en Madrid se enterraba a Calvo y a Castillo en dos ceremonias de tensión máxima, con incidentes y al menos cuatro muertos derechistas al ser tiroteados desde un automóvil, quedaba soldado el acuerdo entre Mola y los carlistas, Franco preparaba medidas definitivas en Canarias y la Falange exigí­a el alzamiento inmediato, o lo emprenderí­a ella por su cuenta.

El dí­a 15 se reunió la diputación permanente de las Cortes para discutir, en principio, la prórroga del estado de alarma en que viví­a el paí­s desde febrero. Tras un corto debate al rojo vivo  quedaron las espadas en alto. Suárez de Tangil, monárquico y comprometido de tiempo atrás en los preparativos de rebelión, dijo: «Este crimen sin precedentes en nuestra historia polí­tica ha podido realizarse merced al ambiente creado por las incitaciones a la violencia y al atentado personal contra los diputados de derechas que a diario se profieren en el Parlamento (…) Nosotros no podemos convivir un momento más con los amparadores y cómplices morales de este acto, aceptando un papel en la farsa de fingir la existencia de un Estado civilizado y normal». Prieto presentó en un mismo plano las muertes de Castillo y de Calvo Sotelo, lo que involuntariamente equiparaba a la policí­a del Frente Popular, y de rechazo al gobierno, con un grupo terrorista. Yendo más atrás, declaró el caso de Sirval, en Asturias «exactamente igual  al de Calvo Sotelo» y acusó a la derecha: «entonces no calculasteis que habí­ais sembrado una planta cuyo tóxico os habí­a de alcanzar también a vosotros»; olvidaba que el asesinato de Sirval se habí­a cometido en situación de guerra abierta, organizada y dirigida en parte por el mismo Prieto. Sus comparaciones exhibí­an un punto de alucinamiento.

Gil-Robles resumió las cifras de la violencia en menos de un mes (61 muertos, 224 heridos, 74 bombas, más las habituales invasiones de fincas, arrasamiento de iglesias y centros derechistas, etc.) y concluyó: «Cuando la vida de los ciudadanos está a merced del primer pistolero, cuando el Gobierno es incapaz de poner fin a ese estado de cosas, no pretendí­as que las gentes crean en la legalidad ni en la democracia; tened la seguridad de que derivarán cada vez más por los caminos de la violencia, y los hombres que no somos capaces de predicar la violencia  seremos lentamente desplazados por otros más audaces y más violentos, que vendrán a recoger ese hondo sentimiento nacional».

José Dí­az, comunista, amenazó: «Hemos preparado una proposición de ley para que el gobierno pueda declarar ilegales todas las organizaciones que no acaten el régimen en que vivimos, entre ellas Acción Popular (…) Cuando se haga lo que pedimos, no habrá guerra civil, porque los responsables de los atentados sois vosotros, los de la derecha, con vuestro dinero y vuestras organizaciones. Por tales actos, vuestro puesto no debiera estar aquí­, sino en la cárcel».

Portela hizo un desesperado llamamiento a una tregua: «Piénsese que el hecho que lamentamos y condenamos puede abrir un nuevo ciclo en la historia de España (…) Creo que por bien de todos, hasta por egoí­smo personal, estamos obligados unos y otros a decir ¡alto el fuego!»

Gil Robles le replicó: «Ha estado muy en su punto que hiciera el señor Portela una invocación al sentido patriótico y al sentido de la colaboración (…) Pero nosotros no lo hemos roto (…) En las filas de los republicanos de izquierda, si no en las declaraciones en el Parlamento sí­ en los pasillos, se habla constantemente de intentos o conatos dictatoriales; los partidos obreros está diciendo que la meta de sus aspiraciones es llegar a la dictadura del proletariado (…) ¿Qué os extraña que las gentes oprimidas estén pensando en la violencia? Vosotros sois los únicos responsables de que ese movimiento se produzca en España»

El representante de la Esquerra abogó por un gobierno más izquierdista, que llevase las cosas más allá del programa del Frente Popular, y el PSOE de Largo Caballero, en Claridad, analizaba: «La lógica histórica aconseja soluciones más drásticas. Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga, cuanto antes, la dictadura del Frente Popular. Es la consecuencia lógica e histórica del discurso de Gil-Robles. Dictadura por dictadura, la de izquierdas. ¿No quiere el Gobierno? Pues sustitúyale un Gobierno dictatorial de izquierdas (…) No quiere la paz civil? Pues sea la guerra civil a fondo». El PSOE vení­a llamando a la guerra civil abierta desde 1933, cuando las izquierdas perdieron las elecciones. Como observa S. Payne, «iban a tener pronto más guerra civil a fondo de la que esperaban»

Pí­o Moa

Tomado de La Gaceta

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *