LECTURA: El Estatuto de Bayona
Aunque ya durante el Antiguo Régimen existieron leyes fundamentales que los monarcas absolutos debían respetar (La Carta de Carlomagno de 1215, o las leyes elaboradas por el Parlamento Británico durante el reinado de Enrique VIII), lo cierto es que hasta el siglo XVIII no se inicia una corriente de pensamiento basada en la necesidad de plasmar en una ley los derechos individuales de los ciudadanos y de racionalizar el poder, hasta entonces en manos de una sola persona, adecuándolo a las necesidades del Estado. Montesquieu, uno de los máximos exponentes del movimiento ilustrado, al hablar de un ideal de gobierno moderado o constitucionalista, se basaba en la adecuación entre la forma de ser de la población y la configuración del gobierno.
Dos hechos históricos marcaron decididamente el movimiento constitucionalista contemporáneo: la proclamación de independencia de los Estados Unidos de América, el 4 de julio de 1776, y la Revolución Francesa del 14 de julio de 1789.
En la Declaración de Independencia de las 13 colonias americanas, redactada por Thomas Jefferson, se dice: «Consideramos evidentes por sí mismas las siguientes verdades: todos los hombres han sido creados iguales; el Creador les ha concedido ciertos derechos inalienables; entre estos derechos se cuentan: la vida, la libertad y la busca de la felicidad. Los gobiernos son establecidos entre los hombres para garantizar esos derechos y su justo poder emana del consentimiento de los gobernados».
La Revolución Francesa acaba con el Antiguo Régimen y con el orden político, económico y social imperantes. La incipiente burguesía francesa reivindica la abolición de los privilegios del clero y la nobleza, y reclama un mayor protagonismo para sí misma, aunque no para el conjunto de la población. Así, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, presentada a la Asamblea Nacional francesa por La Fayette, afirma que «los hombres nacen y viven libres e iguales bajo las leyes «, sin embargo, se acepta la existencia de diferencias sociales «aunque sólo por razón de utilidad común». Este espíritu burgués también inspirará la Constitución francesa de 1791.
A partir de este momento, el término constitución viene a significar aquel conjunto de normas bajo las cuales se rige un Estado, cuya eficacia depende del grado de aceptación entre los ciudadanos; además de un intento de limitación e institucionalización del poder, mediante un reconocimiento de los derechos fundamentales y una división de poderes. Esta será la esencia del movimiento constitucionalista que se inicia en el siglo XIX y que dará lugar a un sinfín de constituciones en todo el mundo, principalmente en Europa. Paulatinamente, la constitución adquiere el rango de superley y una función legitimadora. Donnedieu de Vabre, en su obra El Estado, expresa con claridad esta idea: «…la elaboración de una Constitución es un rito pacificador que remata las revoluciones o apacigua las revueltas y, para los pueblos que se liberan, concretamente es el símbolo de la independencia».
La constante sucesión de constituciones tiene un buen ejemplo en España donde, a lo largo del siglo XIX, los españoles asistieron a la aprobación de cinco textos constitucionales, una Carta Otorgada y un Estatuto Real; y a la elaboración de otros tantos proyectos, que no vieron la luz porque sus autores no estuvieron el suficiente tiempo en el poder para aprobarlos. Algunos historiadores han explicado esta circunstancia argumentando que existía un constante enfrentamiento entre el poder ejecutivo y legislativo, y que sus máximos representantes, el Rey y las Cortes, estaban convencidos de que nunca podrían llegar a gobernar juntos. Así, y dependiendo de la supremacía de uno u otro, vieron la luz constituciones que, lejos de avanzar en el desarrollo de las libertades fundamentales, supusieron un constante retroceso y vuelta a empezar. Y es que, en el fondo, los reyes españoles se resistían a prescindir de sus poderes y privilegios universalmente reconocidos con anterioridad a la Revolución Francesa; los liberales, por su parte, suspiraban por derrocar la Monarquía como forma de gobierno. Quizá por estar excesivamente obsesionados con este empeño, no consiguieron afianzar ningún partido político, ni forjar un sistema liberal-democrático que hubiera impulsado el desarrollo de España en todos los aspectos: político, económico y social.
España no escapó al influjo revolucionario, a pesar de los muchos esfuerzos realizados por el Rey Carlos IV y por su primer ministro Manuel Godoy. Cuando el ejército francés invadió España en 1808 y el Rey Carlos IV fue obligado a abdicar en favor de José I, hermano de Napoleón, éste último necesitaba legitimar de algún modo al nuevo Rey. Para ello, convocó una Asamblea de diputados españoles, con el objetivo de elaborar una Constitución, a la que se llamó Estatuto de Bayona. En la práctica, los 150 representantes españoles se limitaron a aprobar los textos redactados por el francés Jean-Baptiste Esménard y revisados por el propio Napoleón. La Gaceta de Madrid publicó, el 25 de mayo de 1808, un decreto del emperador francés que decía así:
«Españoles: después de una larga agonía vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros males y voy a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro poder hacen parte del mío. Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de España. Yo no quiero reinar en vuestras provincias; pero quiero adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de vuestra prosperidad. Vuestra monarquía es vieja; mi misión es renovarla; mejoraré vuestras instituciones, y os haré gozar, si me ayudáis, de los beneficios de una reforma, sin que experimentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones.
Españoles: he hecho convocar una asamblea general de las diputaciones de las provincias y ciudades. Quiero asegurarme por mí mismo de vuestros deseos y necesidades. Entonces depondré todos mis derechos, y colocaré vuestra gloriosa corona en las sienes de un otro Yo, garantizándoos al mismo tiempo una constitución que concilie la santa y saludable autoridad del soberano con las libertades y privilegios del pueblo. Españoles: recordad lo que han sido vuestros padres, y contemplad vuestro estado. No es vuestra la culpa, sino del mal gobierno que os ha regido; tened una gran confianza en las circunstancias actuales, pues yo quiero que mi memoria llegue hasta vuestros últimos nietos, y exclamen: Es el regenerador de nuestra patria. Napoléon».
El Estatuto de Bayona no fue una constitución, sino una carta otorgada que recogió algunos derechos fundamentales como la supresión de privilegios, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de imprenta, la abolición del tormento y el derecho al acceso a cargos públicos. El texto, que contenía 146 artículos dispuestos en 13 títulos, instituyó la monarquía hereditaria como forma de gobierno, aunque señalaba que el Rey debería contar con sus nueve ministros, un secretario de Estado, el Parlamento y el Consejo de Estado para gobernar el país. No proclamaba la división de poderes, sino que el Rey ocupaba el centro del sistema y era el que nombraba a los ministros, a los miembros del Consejo de Estado, a algunos diputados, al presidente de las Cortes y a los jueces.
Se creó la figura del Parlamento, compuesto por el Senado y las Cortes. El Senado estaba integrado por los Infantes de España y por 24 senadores elegidos por el Rey. Las Cortes tenían un carácter estamental. La iniciativa legislativa correspondía al Consejo de Estado. Se estableció un sufragio indirecto para la elección de los diputados provinciales. La religión católica era la religión del Rey y de la nación y no se permitía ninguna otra.
El Estatuto contenía diversos elementos especialmente dirigidos a fomentar el desarrollo de la sociedad y a favorecer el auge de la burguesía, en detrimento de la nobleza. Así, se fomentó el comercio, mediante el establecimiento de la libertad de industria y la supresión de los privilegios comerciales. Se suprimieron las aduanas interiores y se concedió la igualdad de las colonias con respecto a la metrópoli. A pesar de que se trató de un documento directamente dictado por el invasor, lo cierto es que el Estatuto de Bayona constituyó la primera experiencia constitucional española y, aunque resulte paradójico, influyó en la que sería la primera Constitución elaborada y aprobada por los españoles en Cádiz, en 1812.