La gran mentira de la Revolución francesa: el decepcionante asalto a la cárcel de la Bastilla

No hay pruebas de que María Antonieta, esposa del Rey de Francia Luis XVI, afirmase aquello de pues «que coman pasteles» (otra versión dice croissant), cuando le informaron de que el pueblo estaba hambriento. La mayor parte de frases, anécdotas y horrores que se atribuyen a esa corte engullida por la Revolución francesa son fruto del odio provocado por las tripas rugiendo.

Pocos episodios en la historia cargan a su espalda con tantos mitos como la Revolución francesa, considerada por la intelectualidad un hito para Europa a pesar de que solo en el llamado periodo del Terror se ejecutaron a más de 10.000 personas en cuestión de un año, es decir, el doble que la malvada Inquisición española en tres siglos.

Probablemente la cumbre de los mitos sobre la Revolución que terminó con Luis y su esposa decapitados fue el heroico asalto a la Bastilla, que según la literatura revolucionaria era la más terrible cárcel diseñada por los Borbones.

Un pobre botín

El 14 de julio de 1789, se produjo el asalto de la fortaleza por un pueblo furioso y conocedor de las historias que se contaban sobre el lugar, sobre prisioneron enterrados vivos y torturados hasta perder la cabeza. La muchedumbre acudió al lugar reclamando pólvora para armarse contra las tropas reales que trataban de recuperar el control de la ciudad, pero una vez dentro se conjuraron para demoler aquella jaula de buenos patriotas .

El alcaide terminó el día acuchillado y con la cabeza clavada en una pica, lo que dio inicio a una de las señas más sangrientas de la Revolución francesa. Poca gestos de heroicidad hubo ese día… Los libertadores quedaron bastante decepcionados al encontrarse en las celdas únicamente con siete prisioneros (dos dementes, cuatro falsificadores y un aristócrata). En ningún rincón aparecieron los hombres que habían sido enterrados con vida por delitos nunca cometidos, según la leyenda creada en la década previa, ni las centenares de personas que abarrotaban supuestamente sus celdas entre ratas y chinches.

Con ánimo de exagerar el mérito de su asalto, los dibujos posteriores lo presentarían con una altura tétrica y unas barreras afiladas

Como cuenta Simon Schama en el libro clásico «Ciudadanos: una crónica de la Revolución francesa», editado recientemente en castellano por Debate, la Bastilla se trataba de una fortaleza formada por ocho torres redondas, cada una de un espesor de 1,5 metros y una altura, en el caso de la más alta, de solo veinticinco metros. Con ánimo de exagerar el mérito de su asalto, los dibujos posteriores la presentarían con una altura tétrica y unas barreras afiladas. Lo mismo ocurrió con lo que habían encontrado dentro, de manera que se pintó una estampa de torturas y vigilancia asfixiante que no correspondía con la realidad.

Una cárcel para los enemigos del Rey

Construido a finales del siglo XIV como defensa contra los ingleses y convertida por Carlos VI de Valois en cárcel, la Bastilla se hizo célebre como lugar de confinamiento de los enemigos del Estado con el Cardenal Richelieu. La mayoría de sus presos eran personas detenidas por las lettres de cachet (un instrumento a cargo del Rey que le permitía encarcelar a la gente sin necesidad de juicio) y se trataba de individuos de alta cuna, conspiradores y ministros caídos, aparte de un gran número de protestantes. Otro tipo de preso habitual en esta fortaleza parisina eran los escritores cuyas obras habían sido declaradas sediciosas y los jóvenes delincuentes de la nobleza que habían abochornado a su familia, la cual solía reclamar el encierro y pagarlo de su propio bolsillo.

En tiempos de Luis XVI ya no se empleaban las celdas subterráneas, llamadas cachots, donde la humedad y la presencia de ratas era terrorífica, pero sí las calottes, justo debajo del techo. Las condiciones eran malas para los presos de bajo estrato social, pero nada en comparación con otras cárceles del periodo.

La Bastilla era a finales del siglo XVIII una cárcel confortable dentro del panorama europeo, con una alta asignación estatal para los presos ilustres y donde la mayoría de residentes ocupaban habitaciones octogonales de unos cinco metros de diámetro en los niveles intermedios. En cada celda había una cama, varias mesas y sillas, así como una cocina o chimenea. A muchos se les permitía llevar sus pertenencias y a sus perros o gatos, que les ayudaban a enfrentarse a las ratas.

El Marqués de Sade, que fue traslado de esta prisión a un manicomio justo una semana antes del asalto, pudo llevarse a su celda un escritorio, un guardarropa, un juego completo de camisas, calzones de seda, chaquetas de frac, batas, varios zapatos, cuadros familiares, tapices, almohadas, colchones, lámparas de aceite, perfumes, una colección de sombreros y 133 volúmenes de libros. Se le tenía permitido recibir visitas, incluida la de sus oculistas, y pasear por el patio amurallado.

Una de las razones por las que fue trasladado al centro mental con locos y epilépticos fue porque durante sus paseos se dedicó a gritar a los transeúntes una serie de discursos críticos contra el alcaide y contra las condiciones de vida a las que se veía sometido por culpa de su familia. Amén del catálogo de depravaciones que se le atribuía…

La prueba de que las medidas de seguridad no eran muy estrictas es que el patio exterior estaba siempre abierto al público y se podía hablar con el portero, sentado en una pequeña cabina, encargado de vigilar el acceso interior. A los prisioneros les estaba permitido dentro de sus muros el consumo de alcohol, tabaco y las partidas de cartas, además del billar para los caballeros que solicitaran una mesa.

Una creación literaria

La alimentación en la Bastilla tenía especialmente buena fama. Los plebeyos recibían probablemente potajes y sopas con minúsculos trozos de tocino, jamón grasiento y alimentos básicos como pan, vino y queso, lo cual estaba muy por encima de lo que se podía conseguir en las calles de país con graves problemas de abastecimiento. Cuanto más poder adquisitivo mejor era la asignación del Estado y, con ello, la comida. Marmontel, un escritor que pasó por sus barrotes, recordaba con gran cariño «una sopa excelente, un suculento trozo de carne, el muslo de pollo hervido rezumando grasa; un plato de alcachofas o espinacas marinadas y fritas; peras cressane realmente buenas; uvas frescas, una botella de borgoña añejo y el mejor café moca».

Precisamente la gran cantidad de escritores, los que mayor asignación recibían, que pasaron por sus espesos muros fueron los que contribuyeron a crear el mito de la prisión gótica que causaba escalofríos. El más popular de los libros contrarios a la Bastilla lo escribió Simon-Nicolas-Henri Linguet, traductor de Lope de Vega y Calderón de la Barca, tras pasar una experiencia muy traumática en su interior: su celda estaba estaba conformada por «dos colchones comidos por los gusanos; una silla de caña en la cual el asiento tenía apenas unas pocas tiras que sostenían el armazón, una mesa plegable».

Como destaca Simon Schama en «Ciudadanos: una crónica de la Revolución francesa», no hay razones para dudar de que la experiencia en la Bastilla de Linguet fue peor que la de otros escritores contemporáneos como Sade o Morellet a nivel físico, si bien lo que a él más le atormentaba era la tortura mental y moral, el hecho de compartir prisión con otros individuos más abyectos y el ser tratado como un niño al que hay que educar. Su obra, no en vano, fue sobre todo una crítica a todo el sistema penitenciario de la época.

El Monarca autorizó la demolición de la prisión y la construcción de una columna en bronce con una sencilla inscripción: «Luis XVI, restaurador de la Libertad Pública».

El relato de un preso común llamado Latude, que se fugó varias veces de la Bastilla y sufrió sus peores suplicios, hasta el punto de que se hizo amigo de una legión de ratas, también obtuvo un gran éxito de veces y azuzó la campaña mediática para demoler la fortaleza. Luis XVI lo llegó a autorizar unas pocas semanas antes de que se produjera el asalto como parte de su programa para la mejora urbanística y el aumento de jardines en la ciudad. En el amplio espacio que dejarían sus ruinas, el Monarca ordenó la construcción de una columna en bronce con una sencilla inscripción: «Luis XVI, restaurador de la Libertad Pública».

Los acontecimientos revolucionarios impidieron sus planes, como tantos otros, y convirtió el asalto en un hito de la lucha contra el tirano. Maquetas de la prisión que incluían un patíbulo, a pesar de que en este lugar nunca se celebraron ejecuciones, tinteros hechos con los grilletes, pisapapeles hechos con piedras de la fortaleza y otros souvenirs muy populares alimentaron entonces y ahora el mito de que la Bastilla como el lugar más oscuro de la Monarquía Borbónica. La realidad era algo más profana.

Tomado de www.abc.es

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