La guerra de la Independencia

Durante los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX, Napoleón habí­a hecho y deshecho en España cuanto quiso, amparándose en la debilidad de los reyes y primeros ministros del paí­s. Sin embargo, a finales de 1807, Napoleón decidió que la débil monarquí­a de Carlos IV era ya de muy escasa utilidad y que serí­a mucho más conveniente para sus designios la creación de un estado satélite. Aprovechando los sucesos derivados del motí­n de Aranjuez y el hecho de que tropas francesas al mando de Murat habí­an ya ocupado el norte de España (amparándose en el Tratado de Fontainebleau), Napoleón forzó la cesión de la corona española a su hermano, José Bonaparte, como José I (Abdicaciones de Bayona))

Ante la parálisis de la administración borbónica, descabezada y con órdenes de cooperar con los franceses, el pueblo se lanza a la lucha contra el invasor, siendo dirigido por notables locales cuyos intereses, más allá de la lucha por la «independencia», se encuentran en peligro por las medidas «revolucionarias» que podrí­a emprender el nuevo rey, con su reducido núcleo de afrancesados. De esta forma, se unen en una extraña amalgama los exhortos a la «nación soberana», como forma de deslegitimar el cambio dinástico, y la lucha por la «independencia», con los temores de las clases pudientes a las clases populares en armas.

Con el levantamiento popular madrileño del Dos de Mayo de 1808, se pone de manifiesto la disociación entre la voluntad popular y el gobierno tí­tere instaurado por Napoleón. Son la ausencia fí­sica del propio rey Fernando VII (a quien se le cree secuestrado), el resentimiento contra de la presencia militar francesa rechazada por el pueblo desde su inicio y la brutal represión del 3 de mayo, las gotas que colman el vaso y que producen la pérdida de legitimidad del poder central y la asunción de la representatividad y la voluntad popular por las Juntas regionales.

Desarrollo de la Guerra

Tras los sucesos del Dos de Mayo, la Junta General del Principado de Asturias se proclama soberana, contra un poder central en principio legí­timo (Fernando VII habí­a exigido al abandonar España obediencia a la autoridad de los franceses) enví­a una embajada a Inglaterra y el 24 de mayo de 1808 declara formalmente la Guerra a Francia. Como respuesta, las autoridades enví­an al Principado un batallón del Regimiento de Hibernia y un escuadrón de carabineros reales desde Bilbao y Valladolid respectivamente para apaciguar la rebelión, aunque sin éxito (nótese que aún son tropas españolas). A la sublevación se irán sumando sucesivamente el resto de las Juntas (Cantabria el dí­a 27, Galicia el 30, León el 1 de junio, etc.) y significará un grave revés para los deseos de conquista pací­fica (y con pocos costes) de Napoleón, puesto que aí­sla a los cuerpos expedicionarios de Portugal, Barcelona, Madrid o Vitoria. Para evitar ser copados, Napoleón exige a sus generales que eliminen la resistencia, pero los resultados no son los esperados. La victoria de Bessiers en Medina de Rioseco no acaba con la rebelión de Zaragoza, que pronto contagia a Logroño. En Cataluña, las tropas francesas son derrotadas dos veces en el Bruc, mientras que la sublevación de Gerona corta las lí­neas de suministro con Francia. En Oporto, las tropas españolas devuelven la autoridad a las instituciones portuguesas y prenden a sus hasta entonces aliados franceses. En Andalucí­a, Dupont sufre la derrota de Bailén frente a las tropas del general Castaños. Este triunfo obliga a evacuar Madrid y hace soñar con el rechazo definitivo de los franceses. Al mismo tiempo, Gran Bretaña ve abrirse un nuevo frente, inesperado, en su guerra contra Francia.

Sin embargo, Napoleón interviene directamente al mando de un ejército de doscientos cincuenta mil hombres, la Grande Armée. Se trata de un ejército veterano, acostumbrado a los movimientos rápidos y a vivir sobre el terreno, que arrolla rápidamente la resistencia española y a los ejércitos ingleses desembarcados en la pení­nsula, comandados por el general John Moore. Después de la entrada del emperador en Madrid, tras la batalla de Somosierra (30 de noviembre de 1808) y la tremenda derrota de Ocaña (noviembre de 1809), la Junta Central al cargo del gobierno de la España no ocupada, abandona la Meseta para refugiarse, primero en Sevilla, y luego en Cádiz. Desde ahí­, asiste indefensa a la capitulación de Andalucí­a.

Napoleón se disponí­a a partir en persecución del cuerpo expedicionario británico de Moore, cuando tuvo que salir hacia Francia con urgencia porque el Imperio Austrí­aco le habí­a declarado la guerra (6 de enero de 1809). Dejó la misión de rematar la guerra en el noroeste en manos del mariscal Soult, que ocupó Galicia tras la batalla de Elviña y luego giró al sur para atacar Portugal desde el norte, dejando el cuerpo de Ney en su retaguardia con la misión de colaborar en la ocupación de Asturias. Sin embargo, la resistencia popular apoyada por los suministros de armas de la flota inglesa hizo imposible la pacificación de Galicia, que tuvo que ser evacuada tras la derrota de Ney en Pontesampaio (junio de 1809). Galicia y Valencia permanecieron libres de tropas francesas, aunque Valencia terminó capitulando en enero de 1812.

La guerra de «guerrillas»

Sin un ejército digno de ese nombre con el que combatir a los franceses, los españoles de las zonas ocupadas inventan un sistema nuevo para luchar: la guerra de guerrillas, como único modo de desgastar y estorbar el esfuerzo de guerra francés. Se trata de grupos de poca gente, conocedores del terreno que pisan, que hostigan con rápidos golpes de mano a las tropas enemigas, para disolverse inmediatamente y desaparecer en los montes.

Como consecuencia de estas tácticas, el dominio francés no pasa de las ciudades, quedando el campo bajo el control de las partidas guerrilleras de lí­deres como Espoz y Mina, Jerónimo Merino, Julián Sánchez, «el Charro«, o Juan Martí­n «el Empecinado«. El propio Napoleón reconoce esta inestabilidad cuando, en contra de los deseos de su hermano, teórico rey de España, pone bajo gobierno militar (francés) los territorios desde la margen izquierda del Ebro, en una suerte de nueva marca hispánica.

La guerra en España tendrá importantes repercusiones en el esfuerzo de guerra de Napoleón. Un aparente paseo militar se habí­a transformado en un atolladero que absorbí­a unos contingentes elevados, preciosos para su campaña contra Rusia. La situación era en cualquier caso, tan inestable, que cualquier retirada de tropas podí­a conducir al desastre, como efectivamente ocurrió en julio de 1812. En esta fecha, Wellington, al frente de un ejército angloportugués y operando desde Portugal, derrota a los franceses primero en Ciudad Rodrigo y luego en los Arapiles, expulsándoles del Oeste y amenazando Madrid: José Bonaparte se retira a Valencia. Si bien los franceses contraatacan y el rey puede entrar de nuevo en Madrid en noviembre, una nueva retirada de tropas por parte de Napoleón tras su catastrófica campaña de Rusia a comienzos de 1813 permite a las tropas aliadas expulsar ya definitivamente a José Bonaparte de Madrid y derrotar a los franceses en Vitoria y San Marcial, al tiempo que Napoleón se apresta a defender su frontera hasta poder negociar con Fernando VII una salida. A cambio de su neutralidad en lo que quedaba de guerra, aquél recupera su corona (comienzos de 1814) y pacta la paz con Francia, permitiendo así­ al emperador proteger su flanco sur. Ni los deseos de los españoles, verdaderos protagonistas de la liberación, ni los intereses de los afrancesados que habí­an seguido al exilio al rey José, son tenidos en cuenta.

Consecuencias

La firma del tratado de Valení§ay por la que se restituí­a en el trono a Fernando VII, el deseado, como monarca absoluto, fue el comienzo de un tiempo de desilusiones para todos aquellos, como los diputados reunidos en las Cortes de Cádiz, que habí­an creí­do que la lucha contra los franceses era el comienzo de la revolución española.

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