Los arqueólogos hallan en Tarragona una ciudad íbera fortificada de 4,5 hectáreas

El yacimiento de Les Masies de Sant Miquel, en Banyeres del Penedés (Tarragona) ha sido hasta ahora, y durante más 50 años, un puzle arqueológico difícil de completar. En la década de los sesenta del siglo XX, se descubrió en el lugar una necrópolis íbera de incineración, que incluía, entre otras tumbas, la de un guerrero con un ajuar con escarabeos egipcios, un casco y unas espinilleras de bronce. Pero durante su excavación, y a unos 600 metros, también se hallaron abundantes fragmentos de cerámica íbera y alto imperial romana dispersos por una gran área cultivada. Ahora, la tecnología ha permitido completar el rompecabezas: el subsuelo guarda una desconocida ciudad íbera fortificada de unas 4,5 hectáreas en “un excepcional estado de conservación”, con muros de hasta 3,5 metros de altura.

En 1987 se llevó a cabo una intervención arqueológica en el lugar que incluía una zanja de 25 metros y que desveló estructuras datadas entre la Primera Edad del Hierro (siglo VII a. C.) y el 200 a. C. No se fue más allá. Pero en 1998, un agricultor, sin permiso, decidió construir una balsa de regadío, lo que motivó una nueva investigación de urgencia que destapó, a su vez, “un muro de 1,90 metros de anchura y otro de un metro, que parecían corresponder a una estructura defensiva”. El equipo arqueológico exhumó también otros muros de unos 40 centímetros, que podrían pertenecer a viviendas, con una potencia estratigráfica de entre 3 y 3,5 metros de altura. No obstante, la destrucción provocada por la excavadora impidió obtener demasiada información, más allá del hallazgo de una copa de tipo Cástulo, objeto llegado de la Grecia del siglo V a. C.

El puzle se complicaba. Entre 1998 y 2005, el Servicio de Arqueología de la Generalitat de Cataluña promovió nuevas investigaciones, que determinaron “la existencia de anomalías [en el subsuelo] atribuibles a restos arqueológicos en una amplia extensión”. Por eso, el Gobierno catalán le dio la máxima protección arqueológica.

Sin embargo, seguían faltando piezas para entender el conjunto. En 2018 se emprendió una investigación con métodos no invasivos; es decir a partir de prospección visual y geofísica, unos trabajos que formaban parte del proyecto Caracterización social y funcional de los asentamientos urbanos de la Iberia septentrional, subvencionado por el Ministerio de Ciencia e Innovación y por el Departamento de Cultura de la Generalitat de Cataluña a través de su programa El cambio sociocultural en la Cessetania oriental durante la Protohistoria y la época romana republicana. Por su parte, el Ayuntamiento de Banyeres del Penedés proporcionó ayudas directas e, incluso, adquirió los terrenos.

Los resultados definitivos se han hecho públicos ahora en el estudio La ciudad ibérica de Masies de Sant Miquel (Banyeres del Penedès, Tarragona) entre los siglos VII-III a. C. Los expertos están seguros de haber constatado, “en un excepcional estado de conservación”, la existencia del entramado urbano de una ciudad íbera, doblemente amurallada en uno de sus lados y con potentes torres, y que fue destruida por las tropas romanas en torno al 200 a. C. Los arqueólogos consideran que, dado su tamaño, fue la tercera ciudad íbera más importante de la Cessetania, un territorio que ocuparía aproximadamente el nordeste de la actual provincia de Tarragona.

Los equipos de la Universidad de Barcelona y del Instituto Catalán de Arqueología Clásica sostienen que la “ciudad correspondía a un asentamiento densamente ocupado por gentes de distintos niveles sociales, que desarrollaban actividades especializadas de diferentes tipos: agrícola, artesanal, administrativa, religiosa y militar”. Se situaba a unos 13 kilómetros de la costa y, al contrario que muchos de los asentamientos protohistóricos conocidos, ocupaba un terreno llano, lo que la hacía vulnerable. De hecho, la presión bélica del momento llevó a sus pobladores a levantar la muralla y el foso defensivo.

En mayo de 2018 se realizaron los trabajos de prospección pedestre sobre dos hectáreas de terreno, que dieron como resultado 10.824 fragmentos cerámicos, la mayoría producciones ibéricas locales, y también unos 400 importados, tales como ánforas o vajilla de barniz negro. Al analizarlos, se llegó a la conclusión de que la cerámica importada “sugería un estatus social elevado de, por lo menos, una parte de la población del asentamiento”, así como que el elevado número de ánforas ibéricas, más de 50 por ciento, “rebasaba con mucho las necesidades de consumo local; lo que lleva a la conclusión de actividades económicas especializadas a una escala considerable, posiblemente relacionada con bebidas fermentadas”, explica Jaume Noguera, profesor de Arqueología de la Universidad de Barcelona.

Pero los datos más espectaculares, y que confirman ahora la existencia de la ciudad, provienen de las prospecciones geofísicas realizadas pocos meses después. La imagen que se obtiene en las pantallas de los ordenadores, en lo esencial, es el aspecto que tenía el asentamiento en el siglo III a. C., cuando fue abandonado. “En este momento, cubría un mínimo de 4,5 hectáreas y presentaba todas las características de una ciudad. Se trataba de un núcleo sólidamente fortificado, como cabía esperar de una población importante, caracterizada por un urbanismo compacto, con ocupación total del espacio disponible, y una organización considerablemente regular de la red viaria”, añade el arqueólogo y miembro del equipo de investigación Jordi Morer de Llorens.

Los aparatos de detección geofísica muestran, de hecho, al oeste de la ciudad un posible foso orientado en sentido norte-sur y lo que “podría corresponder a los vestigios de una gran estructura constructiva o a un potente nivel de derrumbe”, además de los restos de un horno o de un incendio.

El georradar reveló también “datos fiables de trazado urbano”, protegido por una muralla con un grosor medio de dos metros en la parte occidental, la más vulnerable. Igualmente se detectaron indicios de tres construcciones cuadrangulares, probables torres, y una puerta de acceso en el extremo suroeste.

En la parte occidental, se reconocen los restos de un segundo muro, que seguía un trazado paralelo al de la muralla interior. Dado que esta tapia exterior se antepone unos diez metros a tres torres, los expertos creen que se levantó en una segunda fase, quizás durante la segunda guerra púnica (enfrentamiento bélico entre romanos y cartagineses entre los años 218 y 202 a. C.), para crear un largo corredor ―de más de 46 metros― , que llevaría a una puerta de acceso aún desconocida en la muralla interior.

La ciudad se articulaba en torno a tres grandes calles orientadas norte-sur. La más oriental (C1) tenía una anchura media de unos 2,50 metros: la segunda (C2) se situaba al oeste de la primera y era más ancha, unos cuatro metros; mientras que la siguiente paralela (C3) se abría cinco. Los especialistas creen que el asentamiento incluía casas de dimensiones y de complejidad interna muy distintas entre sí, agrupadas en zonas construidas y diferenciadas urbanísticamente, lo que conlleva una notable diversidad social, y tal vez en la existencia de barrios ocupados por grupos gentilicios diferenciados. El cálculo, basado en el número de casas detectadas, da unos 1.000 habitantes (unas 200 a 250 familias), una cifra en consonancia con las dimensiones de una ciudad de la época.

En la zona oriental del asentamiento, muy dañada por las aguas del torrente Sant Miquel, los arqueólogos han detectado también fachadas y muros perpendiculares a la muralla, que corresponderían a unos 15 recintos. “Posiblemente se trate edificios compuestos por un solo recinto rectangular alargado y alguno de mayores dimensiones y estructura más compleja”, se lee en el informe.

A la luz de las piezas halladas sobre el terreno, las actividades económicas desarrolladas por esta población debieron de ser variadas e incluyeron, sin duda, tanto la producción primaria como las actividades de transformación. Sin embargo, los datos disponibles no permiten precisarlas, excepto por el descubrimiento de un ponderal (pesa para tejer) y la gran abundancia de ánforas y grandes envases de producción local o regional, “que sugiere una actividad importante ligada a la producción y almacenaje de alimentos envasados que rebasa con mucho las necesidades locales”, indica Morer.

Y es que “la desaparición de esta ciudad en torno a 200 a. C.”, señala Noguera, “viene a confirmar la magnitud del impacto de la conquista romana en el nordeste de la península Ibérica. Todo ello indica claramente que la conquista supuso la decapitación de la sociedad ibérica de la zona”. Roma había impuesto su cultura, costumbres y ley.

Tomado de www.elpais.com

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