LECTURA: Monarquí­a absoluta

La monarquí­a absoluta es una forma de gobierno en la que el monarca (lleve el tí­tulo de rey, emperador, zar o cualquier otro) ostenta el poder absoluto. No existe en ella división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). Aunque la administración de la justicia pueda tener una autonomí­a relativa en relación al rey, o existan instituciones parlamentarias, el monarca absoluto puede cambiar las decisiones o dictámenes de los tribunales en última instancia o reformar las leyes a su voluntad (La palabra del rey es ley). Nombra y retira a sus asistentes en el gobierno a su voluntad. La unidad de todos los poderes suele considerarse justificada por considerar que la fuente del poder es Dios y que los monarcas ejercen la soberaní­a por derecho divino de los reyes. No hay mecanismos por los que el soberano (que no reconoce superiores) responda por sus actos, si no es ante Dios mismo.

La monarquí­a absoluta se desarrolla históricamente en la Europa Occidental a partir de las monarquí­as autoritarias que surgen al final de la Edad Media con la crisis de las monarquí­as feudales y el predominio que adquiere el rey en relación a todos los estamentos.

La recepción del Derecho Romano en las Universidades a partir del siglo XIII reforzó la posición de los reyes en cuanto pudieron desprenderse de la prelación teórica de emperador y papa. La teorí­a de que el rey es emperador en su reino y que, por tanto, tiene todos los poderes que pudieran atribuirse a los emperadores antiguos (el princeps legibus solutus) fue apoyada por los letrados, de origen social bajonobiliario o incluso no privilegiado, que sólo podrí­an aspirar a ascender socialmente sirviendo a los intereses de un rey fuerte.

Las monarquí­as de Europa Occidental entre finales de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna pueden calificarse de monarquí­as autoritarias, como la de Luis XI en Francia, Maximiliano I en Austria, los Reyes Católicos en España o Enrique VIII en Inglaterra. Valois, Tudor y Habsburgo fueron las dinastí­as que, en un juego de enfrentamientos y alianzas entre ellas, dominaron el panorama internacional; hacia dentro de sus territorios asentaron su poder en un ejército permanente, una burocracia y una Hacienda cada vez más desarrolladas, que les hací­an inalcanzables para la nobleza, que empezará a ser atraí­da a su servicio como nobleza cortesana.

Durante el siglo XVII surgió la teorí­a que el soberano sólo respondí­a por sus actos ante Dios y, por consiguiente, era su representante en la tierra. Con ello se pretendí­a legitimar las decisiones y la posición del rey ante sus súbditos (teorí­a del Derecho Divino), excepto en España, donde, desde el siglo XVI, la Escuela de Salamanca habí­a desarrollado una teorí­a opuesta: según Luis de Molina, una nación es análoga a una sociedad mercantil en la que los gobernantes serí­an los administradores, pero donde el poder reside en el conjunto de los administrados considerados individualmente, lo que no quita para que un par de siglos después se adopatase la idea generalizada.

Con la ilustración surge el concepto del despotismo ilustrado, por el cual la función del monarca era la de traer el progreso y bienestar social y económico a su pueblo por medio de reformas y la asesorí­a de sus funcionarios, rompiendo con el tradicionalismo de éste y entrando en conflicto con los intereses de la nobleza.

Con el advenimiento de las revoluciones francesa y norteamericana, junto con la independencia de Latinoamérica, viene la crisis de las monarquí­as absolutas como formas de gobierno, lo que llevó a la instalación de monarquí­as constitucionales o de repúblicas como formas de gobierno.

Un paí­s absolutista muy conocido fue Francia, que con su rey Luis XIV, el Rey Sol, alcanzó el máximo exponente de esta forma de gobierno. En el Estado galo, el absolutismo se mantuvo de forma continuada durante el reinado de tres reyes (Luis XIV, Luis XV y Luis XVI; 1661 aprox. – 1789) y después continuó con la Restauración Borbónica en la figura de Luis XVIII y Carlos X; 18141830.

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