HOY: hace cien años los bolcheviques asesinaron a la familia imperial ruso
En la madrugada del 17 de julio de 1918 la familia imperial rusa fue asesinada a tiros en la casa Ipatiev, confiscada por los bolcheviques en la ciudad rusa de Ekaterimburgo
Allí habían vivido aislados del exterior durante tres meses, humillados por los guardas, sobresaltados por algún romance prohibido y confiados en un rescate que no llegó
Tras el éxito de la Revolución de Febrero de 1917 y su abdicación forzada, Nicolás II tenía intención de instalarse en la templada Crimea, donde buena parte de la población le guardaba lealtad. Al caer el gobierno provisional y tomar los bolcheviques el poder, las condiciones de su arresto empeoraron. Llegó a Ekaterimburgo, capital de los Urales rojos, el 30 de abril de 1918 en un tren con las cortinas echadas. La ciudad era un hervidero de desertores, soldados, prófugos y espías. Escuchó a lo lejos campanas, pero era porque esos días se celebraba la principal festividad religiosa. Él y su familia fueron alojados en la casa Ipatiev, confiscada meses atrás y denominada desde entonces Dom Osobovo Nasnachenia: Casa del Propósito Especial.
Nicolás Romanov había encarado con optimismo el cautiverio hasta después de llegar a Ekaterimburgo. Era apuesto y su fama de débil encubría una personalidad autocrática confiada en su derecho divino. Despreciaba a la clase política y era antisemita. Alejandra y él se habían casado por amor, algo que había repercutido en el carácter abierto de los hijos. Pero el fanatismo místico de ella había hecho entrar en escena durante unos años al monje Rasputín. Para cuando fue aniquilado, el malestar ya había dado cuerda a la revolución.
En la casa Ipatiev (edificada en ladrillo y piedra en el número 49 de la calle Voznesensky) se toparon con el desprecio de los revolucionarios, que hacían dibujos obscenos en los cuartos de baño que los Romanov se veían obligados a compartir con ellos. El zar, su mujer, sus cuatro hijas (Olga, Tatiana, María y Anastasia), el zarevich Alexei y cuatro sirvientes fueron alojados en cinco habitaciones interconectadas.
Los guardas se dejaban sobornar y permitían a algunos vecinos acercarse a observar a los Romanov en cautiverio, como si fuese una visita al zoo. Le gritaban «Nikolashka» y se reían de él. Después se levantaron dos empalizadas de cuatro metros que cegaron la visión del exterior. Se acabaron las cartas. Se les prohibió que hablasen otros idiomas distintos del ruso y sus sirvientes fueron obligados a dirigirse a ellos por sus nombres de pila. Nunca más vivirán como zares, les dijeron. El desayuno pasó a ser té y pan negro. Y sopa con carne el resto del día. La comida que les traían las monjas del monasterio de Novo-Tijvinsky era casi toda aprovechada por las cuatro decenas de guardas -más amigos del vodka que del jabón- que convivían con ellos durmiendo en cualquier pasillo o estancia que quedase libre.
Las cuatro grandes duquesas, que firmaban las cartas de manera conjunta como OTMA usando la primera letra de cada uno de sus nombres, pronto sucumbieron al aburrimiento mortal de esa reclusión. Olga, la mayor, pidió a las monjas material para coser. Anastasia, la más pequeña, era la más traviesa y con tendencia al drama. El zar leía el Evangelio en voz alta. Y la zarina se consolaba con dosis de morfina para aplacar su ciática. El heredero, enfermo de hemofilia, cojeaba por culpa de la enésima caída.
El bochorno del verano era insoportable por la prohibición de abrir las ventanas. Así, gradualmente, el exterior fue desapareciendo. Un día pintaron los cristales por fuera, así el paisaje de reclusión quedó sustituido por una luz blanca opaca durante el día. Anastasia, asomó la cabeza por una ventana varias veces, hasta que un guarda disparó a varios centímetros de su mejilla.
Dentro de la casa, en ese ambiente asfixiante, se abrió camino el amor. O por lo menos el deseo. Uno de los episodios menos conocidos del ocaso de los Romanov fue el incipiente pero abrasador affaire de María con uno de los guardas. La historiadora Helen Rappaport cree que fue precisamente «la curiosidad sexual» de la hija del zar la que pudo precipitar el endurecimiento definitivo del régimen de reclusión de los zares, la antesala de su fusilamiento. Ocurrió un 27 de junio, apenas tres semanas antes del desenlace. El jefe militar del soviet, Filipp Goloshchokin, y Alexander Beloborodov, jefe del comité ejecutivo, realizaron una inspección sorpresa y encontraron a María Romanova en el desván con uno de los guardas, un apuesto joven llamado Iván Skorojodov, que había conseguido ‘colar’ en la casa una tarta y ofrecérsela para celebrar su 19 cumpleaños. Skorojodov fue retirado del servicio de vigilancia y a partir de ese día se introdujeron medidas más restrictivas en la casa. Llegó un nuevo comandante, Yakov Yuroshki, con la tarea de garantizar el orden entre esos muros. Días después, sería Yurovski el encargado de liderar el pelotón de fusilamiento.
En en esa casa ya no llegaban noticias del exterior. Ni siquiera de su familia. Como si Rusia se hubiese olvidado de ellos. La guerra civil de rojos contra blancos se expandía por la región de Siberia y complicaba un eventual viaje de vuelta a Moscú para ser juzgados. En la capital, Lenin había dado muchas vueltas a qué hacer con el zar desde el mes de abril. A principios de julio se tomó la decisión de que, si llegaba el momento en el que Ekaterimburgo estuviese a punto de caer (en manos de los monárquicos y las tropas checas que se acercaban por el este) la familia Romanov debía ser liquidada sin que quedase ningún «estandarte viviente», lo que significaba matar también al hijo y a las hijas. Pero esto debería mantenerse en secreto para evitar una ola de indignación internacional.
Durante las últimas noches, mientras Alexandra daba vueltas en la cama intentando zafarse del insomnio, oyó a lo lejos fuego de artillería. Eran los enemigos de la revolución acercándose. Esos disparos no eran el preludio de un rescate, sino que estaban escribiendo la fecha de su sentencia de muerte.
Era la 1.30 de la mañana del 17 de julio cuando Yurovsky llamó a la puerta de las estancias de los Romanov. Abrió despeinado el doctor Botkin que recibió una media verdad: «Las tropas enemigas se acercan con artillería, por seguridad hay que bajar al sótano». Así empieza el capítulo final de 300 años de dinastía de los Romanov. En ese momento están en en marcha dos coreografías ensayadas y contradictorias que chocarán en una nube de tiros: la fuga y la ejecución. Por un lado, el zar y la zarina habían entrenado para un eventual rescate a sus hijas, que bostezando se pusieron sus prendas interiores blindadas por joyas ocultas para, en caso de que el momento hubiese llegado ya, no dejar atrás todas sus riquezas. El zar y el zarevich bajaron vestidos de uniforme, el mismo que debían reconocer como propio las tropas que, ya muy cerca, podían salvarlos: «Bueno, parece que por fin nos vamos de este sitio», dijo Nicolás II a un sirviente en el pasillo. Instintivamente, los Romanov y sus sirvientes bajan los 23 escalones -la misma cantidad de años que estuvo Nicolás II en el poder- por orden jerárquico. Ya en el sótano, son colocados como si les fuesen a tomar una foto.
Pero por otro lado, otra danza está en marcha. En la puerta de la casa está aparcando un camión con la orden de mantener el motor encendido haciendo todo el ruido posible para disimular los disparos. Varias latas de gasolina, dos de ácido sulfúrico y un cargamento de leña se habían colocado en el lugar al que se transportarían los cadáveres. La habitación contigua se va llenando de guardias. Uno lleva tres revólveres en el cinturón. Entre los elegidos hay chequistas, mecánicos, soldadores. Unos convencidos, otros fumando compulsivamente. Hay varias ausencias, porque algunos se han negado a disparar a las chicas.
Hay que darse prisa. Estos días en Ekaterimburgo se hace de día a las cuatro y media de la mañana. Son noches demasiado cortas para dudar. Los hombres armados entran en la sala, para sorpresa de los once ajusticiables, que esperan acontecimientos. Yurovsky lee un papel: «En vista del hecho de que sus parientes en Europa siguen con su asalto a la Rusia Soviética (…) y en vista de que (…) puede escapar del tribunal popular, el Presidium del Soviet Regional, cumpliendo con el deseo de la revolución, ha decretado que el antiguo zar Nicolas Romanov, culpable de incontables crímenes sangrientos contra el pueblo, debe ser fusilado».
El zar, pálido, dice no entender lo que pasa y pide que se lo repitan. Yurovsky vuelve a leer el final del texto y, mientras la zarina y Olga terminan de santiguarse, dispara al pecho del zar. Otros le imitan, porque todos quieren cobrarse la misma pieza. Otro pistolero, Piotr Ermakov, comisario bolchevique, dispara su pistola Mauser contra la cabeza de la zarina, que recibe los impactos del resto. Las chicas se tiran al suelo, alguna ya herida por una bala que no era para ella. Cada vez hay más humo en la habitación y los ejecutores se atragantan con la pólvora que hay en el ambiente. Dos de las grandes duquesas seguían respirando 10 minutos después de que el comandante dijera que había revisado sus pulsos. Minutos después comprueban que las duquesas siguen vivas e intentan rematarlas a bayonetazos, topándose con su coraza de joyas. Son rematadas a tiros. Lo mismo ocurrió con el zarevich y una sirviente que se había desmayado herida durante el torpe fusilamiento.
La ejecución debía durar 30 segundos y se alargó hasta 20 minutos, caótica y cruel, un adelanto de las convulsiones que aguardaban al país. La casa quedó en silencio y el imperio también: nadie supo del paradero de los cuerpos hasta la caída de la URSS. Pero sí se entendió que el destino había dado la razón a lo dicho por Rasputín a los Romanov antes de ser asesinado: «Mi muerte será la vuestra».
Tomado de www.elmundo.es