LECTURA: La abolición de los Fueros
La ley de 21 de julio de 1876 se esperaba. Como la crónica de una abolición anunciada, el proceso de desaparición de los fueros no fue una sorpresa sino, más bien, la constatación de un hecho desagradable pero, como decían muchos entonces, inevitable. Muy posiblemente lo más triste fuera eso. Tal y como se habían desarrollado los acontecimientos, los liberales españoles, una vez derrotado el carlismo, no querían oír hablar ni de foralidad, ni de leyes ancestrales, ni de privilegios fundamentados en no se sabía muy bien qué tradición.
Para el régimen liberal surgido bajo la tutela de Cánovas del Castillo, una vez borrados del mapa los carlistas era inconcebible la existencia de privilegios particularistas. Los gobiernos y las administraciones dependían en exclusiva de la voluntad del pueblo y de un concepto que en 1789 habían instaurado los franceses con su revolución: la soberanía popular. Todo lo que no viniera por esa vía habría de ser revisado o directamente abolido. Sin embargo, para los liberales vascos, esa conclusión no era tan evidente. Ellos amaban las libertades pero también admitían el sistema foral, que a pesar de hundir sus raíces en la tradición histórica, había sido, en cierto modo, sancionado por voluntades populares a lo largo del tiempo. Incluso, afirmaban que el mantenimiento de el equilibrio foral redundaba en un patriotismo español indiscutible. Los fueros les hacían españoles.
Liberalismo progresista
Lo cierto era que los liberales ya habían empezado con su labor muchos años antes. En agosto de 1839, cuando los generales Maroto, carlista, y Espartero, liberal, sellaron la paz en Vergara, con lo que se puso fin a la primera guerra carlista, la supuesta salvaguarda de los fueros que prometió el segundo no quedó muy clara. La mayor parte de las referencias sobre la cuestión foral eran demasiado ambiguas.
«El Capitán general D. Baldomero Espartero recomendará con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente á proponer á las Cortes la concesión ó modificación de los fueros». «Recomendar», «conceder», «modificar» eran términos que no expresaban con claridad la supuesta voluntad de los liberales por mantener el entramado foral tal y como estaba antes de estallar la guerra carlista. No obstante, el 25 de octubre de 1839 todo pareció aclararse. Las Cortes promulgaron una ley por la que «se confirman los fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía». No era una medida perfecta, pero mantenía el equilibrio.
No ocurrió lo mismo en 1841. La victoria del liberalismo progresista -los izquierdistas de la época- con Espartero a la cabeza sembró el pánico entre los vascos. El 29 de octubre los fueros quedaron abolidos. Pero en aquella España, revolucionaria un día y conservadora otra, todo podía cambiar. Así fue, porque en 1844 regresaron al poder los moderados y, por el Real Decreto de 4 de julio, restablecieron los fueros, aunque un poco recortados. Espartero había dejado una herencia que se tradujo en la pérdida del pase foral, la ubicación definitiva de las aduanas en la costa e importantes cambios en los procedimientos electorales. Aún así, el régimen foral se mantenía en pie. ¿Por cuánto tiempo?.
En 1876, la derrota de los carlistas en lo que fue su segundo y último asalto bélico hizo que la paciencia y transigencia de amplios sectores liberales se desbordara. En el País Vasco la opinión liberal cuestionaba la determinación de los que querían acabar con los fueros. ¿Por qué la derrota del carlismo se tenía que saldar con la abolición? Ellos mismos eran fueristas y habían demostrado su lealtad al poner en juego sus vidas en la lucha contra los carlistas.
Para Cánovas del Castillo, Presidente del Gobierno, la situación obligaba a hacer un auténtico encaje de bolillos. Por un lado no se debía perjudicar a los liberales vascos pero, por otro, eran muchas las voces que pedían la abolición de los fueros. Cánovas se vio obligado reinventar una fórmula por la que se hacían desaparecer los fueros al mismo tiempo que se creaba la figura de los Conciertos Económicos, piedra angular de una amplia autonomía administrativa para los vascos. No obstante, antes de la novedad se vivió el proceso que condujo a la pérdida de los fueros.
Retirada de los vencidos
Los debates en las Cortes fueron intensos. Los diputados vascos defendieron a capa y espada sus tesis, mientras que frente a ellos se esgrimían los más puros conceptos políticos del liberalismo. La polémica también se instaló en la calle. La violencia carlista había generado cierto sentimiento de animadversión hacia el País Vasco y una lógica postura antiforal. Cánovas no quiso, bajo ningún concepto, que la abolición de los fueros se interpretase como la consecuencia de una victoria militar, sino como el resultado del debate de las ideas. í‰l quería que la polémica ley se aplicara «por igual á todos los habitantes de la Provincias Vascongadas, aunque se señalan ciertas concesiones justas á los liberales de este país, sin que se resienta la unidad constitucional».
En su rechazo, los diputados vascos se quedaron solos frente a la aprobación de la Ley abolitoria de 21 de julio de 1876. Aquel día, tal y como cuenta Pérez Arregui, «nuestros representantes, aunque no humillados, abandonaron sus escaños con la pesadumbre de ver abolidos nuestros fueros y libertades. No se oyeron aplausos; a la retirada de los vencidos acompañaba un silencio impuesto por respeto a ellos y también seguramente por la voz de la conciencia delatora de una acción vituperable. Porque a aquella voz se unió otra, la de Castelar, diciendo: «Algo grande muere hoy en España». Fue el punto y final a cuatro siglos de foralidad. Aunque, puestos al día, los vascos penetrarían poco tiempo después por un camino más acorde con los nuevos tiempos: los Conciertos Económicos.