LECTURA: La Toma de la Bastilla

La Toma de la Bastilla se produjo en Parí­s el martes 14 de julio de 1789. A pesar de que la fortaleza medieval conocida como la Bastilla sólo custodiaba a siete prisioneros, su caí­da en manos de los revolucionarios parisinos supuso simbólicamente el fin del Antiguo Régimen y el punto inicial de la Revolución Francesa. La rendición de la prisión, sí­mbolo del despotismo de la monarquí­a francesa, provocó un auténtico seí­smo social tanto en Francia como en el resto de Europa, llegando sus ecos hasta la lejana Rusia.

Historiografí­a y leyenda

Aunque esta fecha fue instituida como Fiesta Nacional francesa en 1880 porque coincidí­a con la Fiesta de la Federación, la toma de la Bastilla no es un acto tan glorioso como suele aparecer. La Bastille habí­a sido durante años el bastión de muchas ví­ctimas de la arbitrariedad monárquica, pero no hay que olvidar que en el momento de su caí­da, el 14 de julio de 1789, sólo acogí­a a cuatro falsificadores, a un enfermo mental (Auguste Tavernier), a un noble condenado por incesto y a un cómplice de Robert Franí§ois Damiens, autor de una tentativa de asesinato sobre Luis XV.

La imagen revolucionaria ampliamente difundida del mito de una prisión, donde se pudrí­an las ví­ctimas de la monarquí­a, no es del todo cierta, al menos en el momento de su toma. De hecho, la fortaleza habí­a perdido en parte su función de prisión de Estado. Aportar una prueba de que se estaba presente en el momento de la toma de la Bastilla supuso un gran prestigio en la carrera de los que se autodenominaron patriotas. El 19 de junio de 1790, a propuesta del diputado Armand Camus, la Asamblea Nacional votó por aclamación un decreto en el que decide dar un homenaje a los «vencedores de la Bastilla» otorgándoles una pensión, un uniforme, armamento y un certificado como prueba de civismo ciudadano y agradecimiento de la patria. Una comisión censó oficialmente en ese momento a 954 combatientes. En 1832, se revisó la lista, rechazándose algunos expedientes por considerarse «dudosos» y fijando la cifra final en 630.

La importancia de la toma de la Bastilla ha sido exagerada por los historiadores románticos, como Jules Michelet, que quisieron hacerla un sí­mbolo fundador de la República. Sin duda, el sitio y la capitulación de la prisión no debió ser un hecho muy heroico en vista de que sólo era defendido por un puñado de hombres, y los únicos muertos a los que la Historia ha retenido en su memoria son el alcaide Bernard de Launay y el polí­tico Jacques de Flesselles.

Sin embargo, ya desde el año siguiente, el acontecimiento fue celebrado en Francia y conocido en Europa entera, no tanto por la importancia del suceso, sino por su valor simbólico, que aún perdura como hito en la historia de las revoluciones.

Antecedentes

Durante el reinado de Luis XVI, Francia tuvo que confrontar una grave crisis financiera originada por los altos gastos de la intervención en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos y exacerbada por un desigual sistema tributario. El 5 de mayo de 1789, los Estados Generales convinieron en tratar este tema, pero dicha discusión fue retrasada a causa del arcaico protocolo de la cámara y el conservadurismo del Segundo Estado. El 17 de junio de 1789, los representantes del Tercer Estado se desgajaron de aquellos Estados Generales y se constituyeron como Asamblea Nacional, una institución cuyo propósito era crear una constitución para el paí­s. El rey inicialmente se opuso a esta idea, pero fue forzado a reconocer la autoridad de la Asamblea, que el 9 de julio se autonombró Asamblea Nacional Constituyente.

Tras esto, se produjo la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789, y la Revolución Francesa comenzó a expandirse. La rendición de este bastión real podrí­a considerarse como el tercer detonante de la Revolución. El primero habrí­a sido la revuelta de la nobleza, negándose a financiar los planes de Luis XVI mediante el pago de impuestos. El segundo detonante fue la formación de la Asamblea Nacional y el Juramento del Juego de Pelota. Con la rebelión del pueblo de Parí­s, surge el tercer motivo revolucionario, cuyos hitos fueron la toma de la Bastilla y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Las clases medias parisinas habí­an formado la llamada Guardia Nacional, cuya insignia era roja, blanca y azul. Estos tres colores se convirtieron en el emblema de la Revolución. El Gran Miedo se extendió por las zonas rurales basado en el rumor del complot aristocrático que pretendí­a acabar con la Revolución mediante la especulación con los cereales y los ataques a las cosechas de trigo.

Parí­s, cada vez más cercano a la insurrección, y en palabras de Franí§ois Mignet «intoxicado con la libertad y el entusiasmo», mostró un amplio apoyo a la Asamblea. La prensa publicaba diariamente los debates de la Asamblea y las discusiones polí­ticas sobrepasaron el ámbito parlamentario para salir a las calles y plazas de la ciudad. El Palais Royal y sus inmediaciones se convirtieron en lugar de reunión. La muchedumbre, enfervorecida por el asalto al Palacio Real, tomó la prisión de la Abadí­a para reclutar granaderos para la Guardia Nacional. La Asamblea recomendó al rey el indulto de la guardia de la prisión como responsables de dicha toma. Los mandos y tropas de los regimientos, antes considerados dignos de toda confianza, fueron inclinándose cada vez más por la causa popular.

El detonante: la destitución de Necker

El 11 de julio, con tropas en Versalles, Sí¨vres, el Campo de Marte y Saint-Denis, Luis XVI, actuando por consejo de los nobles que formaban su camarilla personal, cesó a su ministro de finanzas Jacques Necker, el cual tení­a cierta comprensión hacia el Tercer Estado, además de haber reorganizado completamente el ministerio. El mariscal conde de Broglie, el marqués de La Galissonií¨re, el duque de la Vauguyon, el barón Louis de Breteuil y el intendente Foullon tomaron posesión del gabinete sustituyendo al conde de Puységur, al conde de Montmorin Saint-Hérem, al cardenal La Luzerne, al conde de Saint-Priest y a Necker.

Las noticias de la destitución de Necker llegaron a Parí­s en la tarde del domingo 12 de julio. Los parisinos supusieron, en general, que la destitución marcaba el inicio de un golpe de Estado por parte de los elementos más conservadores de la Corte. Los liberales temieron que la concentración de tropas reales llevadas a Versalles, provenientes de las guarniciones fronterizas, intentarí­an clausurar la Asamblea Nacional Constituyente (que se reuní­a en Versalles). Las masas se arremolinaron por todo Parí­s, llegando a juntarse 10.000 personas en torno al Palais Royal. Camille Desmoulins, conocido francmasón de la logia de las Nueve Hermanas, según Mignet,concentró a una gran muchedumbre, subido a una mesa y con una pistola en la mano, al grito de:

¡Ciudadanos, no hay tiempo que perder; el cese de Necker es la señal de la Noche de San Bartolomé para los patriotas! ¡Esta noche, batallones de suizos y alemanes tomarán el Campo de Marte para masacrarnos; sólo queda una solución: tomar las armas!

Los regimientos suizos y alemanes a los que se referí­a eran en realidad tropas mercenarias extranjeras que constituí­an una parte significativa del ejército real prerrevolucionario. Fueron tomados como hostiles por su condición extranjera para eludir la existencia de tropas de soldados regulares franceses. Aproximadamente la mitad de los 25.000 soldados regulares concentrados en Parí­s y Versalles a comienzos de julio de 1789 pertenecí­an a estos regimientos extranjeros.

A primera hora de la noche del 12 de julio, el barón de Besenval, a la cabeza de las tropas instaladas en Parí­s, dio la orden de intervenir a los regimientos suizos acantonados en el Campo de Marte.

El conflicto armado

Primeros momentos

12 de julio de 1789

El 12 de julio, una multitud creciente, blandiendo bustos de Necker y el duque de Orleans, cruzó las calles hacia la Plaza Vendí´me, donde habí­a un destacamento de Royal-Allemand Cavalerie (fuerte regimiento de caballerí­a en la germanófona Alsacia), con el que cual lucharon con una lluvia de piedras. En la Plaza Luis XV, la caballerí­a, comandada por el prí­ncipe de Lambesc, disparó al portador de uno de los bustos y un soldado murió. Lambesc y sus tropas cargaron contra la muchedumbre y un civil, según los informes, fue la única baja de los manifestantes.

El regimiento de Gardes Franí§aises (Guardia Francesa) formaba la guarnición permanente de Parí­s que, con muchos ví­nculos locales, era favorable a la causa popular. Este regimiento fue confinado a sus cuarteles durante los primeros altercados de mediados de julio. Con Parí­s convertido en un polvorí­n, Lambesc, que no confiaba en que este regimiento obedeciera sus órdenes, colocó a 60 hombres a caballo para vigilarlos frente a su sede en la calle Chaussée d’Antin. Una vez más, la medida que tení­a la intención de refrenar las revueltas sólo sirvió para provocarlas. La Guardia Francesa hizo frente a la caballerí­a, matando a dos soldados e hiriendo a tres más, a pesar de que los oficiales de la Guardia Francesa hicieron tentativas inútiles de replegar a sus hombres. La revuelta ciudadana tuvo entonces a su servicio a un contingente militar experimentado, que acampó en el Campo de Marte para contrarrestar a los esperados regimientos mercenarios. El futuro «Rey ciudadano» Luis Felipe de Orleans, siempre partidario de la Revolución, fue testigo de estos hechos como joven oficial de la Guardia. En su opinión, los soldados habrí­an obedecido si hubieran podido. Según él, los oficiales abandonaron sus responsabilidades en este momento previo al levantamiento, cediendo el control a los suboficiales. La autoridad incierta del barón de Besenval, jefe de la Guardia Francesa, supuso una abdicación virtual por parte de los encargados de controlar el centro de Parí­s.

13 de julio de 1789

A la 1 de la mañana del 13 de julio, cuarenta de los cincuenta puestos de control que permití­an la entrada a Parí­s fueron incendiados. La muchedumbre amotinada exigí­a la rebaja del precio de trigo y del pan que jamás habí­an alcanzado tal precio en el curso del siglo. Además, un rumor circulaba por Parí­s: en el convento de Saint-Lazare serí­a almacenado el trigo; éste fue tomado a las seis de la tarde.

Mientras, desde las 2 de la tarde, los manifestantes se reunieron en torno al Ayuntamiento de Parí­s y cundió la alarma. El recelo existente entre los electores, representantes de los Estados Generales, congregados dentro del edificio y las masas en el exterior fue empeorando por el error o inhabilidad polí­tica de los primeros en proveer de armas a estos últimos. Entre la insurrección revolucionaria y el saqueo oportunista, Parí­s estalló en el caos. En Versalles, la Asamblea se reunió en sesión continua para evitar que, una vez más, fuera privada de un lugar para reunirse. Los electores dirigidos por Jacques de Flesselles decidieron formar un «comité permanente» y tomaron la decisión de crear una «milicia burguesa» de 48.000 hombres con el fin de limitar los desórdenes. Cada hombre llevarí­a como marca distintiva una escarapela con los colores de Parí­s, rojo y azul. Para pertrechar esta milicia, los amotinados saquearon el Garde-Meuble donde eran almacenadas las armas, pero también la colección de antigí¼edades. Por orden de Jacques de Flesselles 50.000 picas fueron forjadas. A las 5 de la tarde, una delegación del Ayuntamiento se dirigió a Los Inválidos para reclamar las armas almacenadas allí­. El gobernador se negó, mientras la Corte no reaccionaba. La muchedumbre, que parecí­a obedecer a las órdenes que provení­an del Palais Royal, hablaba ya de tomar la Bastilla.

En la ví­spera de este acontecimiento crucial para el devenir de la Historia, Luis XVI en Versalles escribió el 13 de julio en su diario «Rien» (en español: «Nada»), ignorante de los graves sucesos que se producirí­an al dí­a siguiente y que conducirí­an a acabar con su propia persona en 1793 y por extensión con el absolutismo del Antiguo Régimen.

La toma: 14 de julio de 1789

Los Inválidos

A las 10 de la mañana y a pesar de la negativa del dí­a anterior, un gentí­o de manifestantes (entre 40.000 o 50.000) invadieron el Hí´tel des Invalides para reunir armas (entre 29.000 y 32.000 mosquetes sin pólvora o munición, 12 cañones y un mortero) y entonces atacaron la Bastilla. Los Inválidos estaban protegidos por cañones pero la toma fue sencilla porque parecí­an dispuestos a no abrir fuego sobre los parisinos. A sólo unos cientos de metros, varios regimientos de caballerí­a, de infanterí­a y de artillerí­a acampaban sobre la explanada de Campo de Marte, bajo el mando de barón de Besenval. í‰ste reunió a los jefes de los cuerpos para saber si sus soldados marcharí­an sobre los amotinados. Unánimemente, respondieron que no. Este acontecimiento capital pudo haber cambiado el curso del dí­a.

Asedio a la Bastilla

En ese momento, la Bastilla estaba casi vací­a de prisioneros, sólo siete: cuatro falsificadores, dos «lunáticos» y un noble «desviado», el conde de Solages (el marqués de Sade, ilustre prisionero de la fortaleza, habí­a sido trasladado sólo dí­as antes). El coste que suponí­a el mantenimiento de un bastión medieval con su guarnición para una función tan limitada habí­a provocado que se decidiera clausurar justo antes de que comenzaran los disturbios. La prisión, sin embargo, seguí­a siendo un sí­mbolo de la tiraní­a real.

Los atacantes buscaban principalmente apoderarse de la gran cantidad de armas y munición almacenadas allí­ ya que el dí­a 14 habí­a 13.600 kg (30.000 lb) de pólvora. La guarnición regular consistí­a en 82 inválidos (soldados veteranos no apropiados para el servicio de combate). A pesar de ello, la Bastilla habí­a sido reforzada el 7 de julio con 32 granaderos del regimiento suizo «Salis-Samade» provenientes del campamento del Campo de Marte. Los muros estaban protegidos por 18 cañones de 8 libras cada uno y 12 de menor tamaño. El alcaide era Bernard-René, marqués de Launay, hijo del anterior alcaide, que habí­a nacido en la misma fortaleza.

La lista oficial de 1832 de «vainqueurs de la Bastille» (vencedores de la Bastilla) tuvo poco más de 600 nombres y el total de asaltantes serí­a probablemente de algo menos del millar. La multitud se reunió en el exterior hacia media mañana pidiendo la rendición de la prisión, la retirada de los cañones y la entrega de las armas y la pólvora. A las 10:30, dos representantes de los amotinados fueron invitados con amabilidad a la fortaleza y las negociaciones para la cesión del armamento comenzaron. A las 11:30, una segunda delegación compuesta por Jacques Alexis Hamard Thuriot y Louis Ethis de Corny se les unió con las demandas definitivas. El esfuerzo negociador se fue alargando mientras los ánimos de la masa armada llegada de Los Inválidos iban impacientándose.

Alrededor de las 13:30, la muchedumbre entró en el patio externo y las cadenas sobre el puente levadizo al patio interior fueron cortadas, aplastando a un desafortunado «vainqueur». En este momento comenzó el fuego cruzado, aunque nunca podrá dilucidarse qué bando comenzó primero. Los asaltantes comprobaron que la fortaleza era una ratonera y la lucha se hizo más violenta e intensa, mientras las tentativas por parte de las autoridades para dictar un alto el fuego no fueron tenidas en cuenta.

A las 14:00 una tercera delegación, en la que toma parte Claude Fauchet, hizo incursión en el interior de la Bastilla. El tiroteo prosiguió y hacia las 15:00 una cuarta delegación llegó a la Bastilla encabezada de nuevo por Louis Ethis de Corny pero no obtuvo nada. A las 15:30, los atacantes se vieron reforzados por 61 «gardes franí§aises» amotinados y otros desertores de las tropas regulares, bajo el mando de Pierre-Augustin Hulin, antiguo sargento en la Guardia Suiza. Portaban las armas tomadas anteriormente en Los Inválidos y entre dos y cinco cañones. Estos fueron colocados en baterí­a contra las puertas y el puente levadizo de la fortaleza.

Capitulación

Debido a la inminencia de una masacre mutua, el alcaide de Launay ordenó cesar el fuego a las 17:00. Una carta con los términos de la rendición fue pegada por un hueco en las puertas interiores e inmediatamente rescatada por los asaltantes. La guarnición de la Bastilla rindió las armas, bajo promesa de los amotinados de que ninguna ejecución se efectuarí­a si se producí­a la capitulación. Las demandas exigidas fueron rechazadas, pero de Launay rindió la plaza porque comprendió que sus tropas no podí­an resistir mucho más tiempo en esa situación y abrieron las puertas del patio interior y los «vainqueurs» tomaron la fortaleza hacia las 17:30. Liberaron a los siete prisioneros encarcelados allí­ y se apoderaron de la pólvora y la munición.

La guarnición de la Bastilla fue apresada y llevada al Ayuntamiento de Parí­s. En el camino, Bernard-René de Launay fue apuñalado,[17] su cabeza aserrada y clavada en una pica para ser exhibida por las calles. Tres oficiales de la guarnición permanente de la fortaleza también fueron asesinados por la muchedumbre durante el trayecto. í‰stos y dos guardias suizos fueron los únicos militares fallecidos ya que el resto de guarnición fue protegida por la Guardia Francesa para que más tarde o más temprano se liberaran y pudieran volver a sus regimientos. En el Ayuntamiento, la muchedumbre acusó a Jacques de Flesselles de traición; se improvisó un juicio aparente en el Palais Royal y fue también ejecutado.

El teniente Louis de Flue escribió un informe detallado sobre la defensa de la Bastilla que fue incorporado al diario del regimiento «Salis-Samade» y aún se conserva. Fue (quizás injustamente) crí­tico con el malogrado marqués de Launay, quien de Flue acusó ejercer el mando con debilidad e indecisión. La culpa de la caí­da de la Bastilla pudiera buscarse en la actitud de los comandantes de la fuerza principal de las tropas reales acampadas en el Campo de Marte, que no hicieron ningún esfuerzo para intervenir ni en el saqueo de Los Inválidos ni en la toma de la Bastilla.

Además de los presos, la fortaleza albergaba los archivos de la Lieutenant général de police de Parí­s que fueron sometidos a un pillaje sistemático. Fue sólo al cabo de dos dí­as que las autoridades tomaron medidas con el fin de conservar los restos de este archivo. El mismo Beaumarchais, cuya casa estaba situada justo enfrente de la fortaleza, no vaciló en apoderarse de documentos. Denunciado, tuvo que restituirlos posteriormente.

A las seis de la tarde, ignorando la caí­da de la Bastilla, Luis XVI dio orden a las tropas de evacuar la capital. Esta orden llegó al Ayuntamiento a las dos de la madrugada del dí­a siguiente.

Consecuencias

Los aristocratas franceses comienzan a huir del paí­s. El rey vuelve a Parí­s bajo el mandato de la bandera tricolor. Se extiende el empuje revolucionario por toda Francia.

A las 8 de la mañana del 15 de julio de 1789, en el Palacio de Versalles, en el momento de su despertar, el duque de Rochefoucauld-Liancourt informó a Luis XVI de la toma de la Bastilla.

– «Pero ¿es una rebelión?» preguntó Luis XVI.

– «No, señor, no es una rebelión, es una revolución.» respondió el duque.

Mientras, la ciudadaní­a de Parí­s, esperando un contraataque, atrincheró las calles, levantó barricadas construidas con adoquines y se armó, lo mejor que pudieron, sobre todo con picas improvisadas. En Versalles, la Asamblea permaneció ignorante a la mayorí­a de los acontecimientos parisinos, pero sumamente consciente, el mariscal de Broglie estuvo a punto de provocar un golpe de estado promonárquico para forzar a la Asamblea a adoptar la solicitud de disolución de Luis XVI del 23 de junio.[20] El vizconde de Noailles fue el primero en informar a Versalles fehacientemente de los hechos que se producí­an en Parí­s. C. Ganilh y Bancal-des-Issarts, enviados al Ayuntamiento de la capital, confirmaron este informe.

Esa mañana del 15 de julio, el rey tuvo claro el resultado de la toma y él y sus comandantes militares hicieron retroceder a sus tropas. Las tropas reales que se habí­an concentrado en los alrededores de Parí­s fueron de nuevo dispersadas a sus guarniciones fronterizas. El marqués de La Fayette asumió el mando de la Guardia Nacional en Parí­s; Jean-Sylvain Bailly, lí­der del Tercer Estado e instigador del Juramento del Juego de Pelota, se nombró alcalde de la ciudad bajo una nueva estructura gubernamental conocida como la «Comuna de Parí­s«. El rey anunció que acordarí­a la reposición de Necker y su propia vuelta de Versalles a Parí­s. El 27 de julio, en Parí­s, Luis XVI aceptó una escarapela tricolor de manos de Bailly y entró en el Ayuntamiento de la capital, bajo los gritos de «Larga vida al rey» en lugar del revolucionario «Larga vida a la nación».

Sin embargo, después de esta violencia, la nobleza, poco confiada en la aparente y, como se demostró con posterioridad, temporal reconciliación entre el rey y el pueblo, comenzó a exiliarse. Los primeros émigrés incluyeron al conde de Artois (futuro Carlos X de Francia) y a sus dos hijos, el prí­ncipe de Condé y el prí­ncipe de Conti, la familia Polignac y algo más tarde Charles Alexandre de Calonne, el antiguo ministro de finanzas. í‰stos se instalaron en Turí­n, desde donde Calonne, como agente al servicio del conde de Artois y del prí­ncipe de Condé, comenzó a trazar un intento de guerra civil dentro del paí­s y conspiró para formar una coalición europea contra la Francia revolucionaria.

Necker regresó a Parí­s triunfante desde Basilea (triunfo que luego se demostró efí­mero). A su llegada, descubre que la muchedumbre habí­a asesinado cruelmente a Foullon y a su sobrino Berthier y que el barón de Besenval (nombrado comandante de Parí­s por Broglie) habí­a sido hecho preso. Deseando evitar un nuevo derramamiento de sangre, Necker abrió la mano, exigiendo y obteniendo una amnistí­a general votada por la asamblea de los electores de Parí­s. Con la solicitud de la amnistí­a más que confí­ar en un juicio justo, subestimó el peso de las fuerzas polí­ticas. Pero la asamblea fundada «ad hoc», casi inmediatamente revocó la amnistí­a para salvar su propio existencia, y quizás las propias cabezas de sus miembros, e instituyó un tribunal de primera instancia en Chí¢telet. Mignet sostiene que es este el momento en que Necker pierde su influencia sobre la Revolución.

La insurrección parisina se extendió por toda Francia. El pueblo se organizó en municipios para conseguir un propósito de autogobierno y crearon cuerpos de guardias nacionales para su propia defensa, de acuerdo al principio de soberaní­a popular y con una total indiferencia hacia las reclamaciones por parte del rey. En las áreas rurales, muchos fueron más allá de esto: algunas fincas y un significativo número de castillos fueron quemados.

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1 respuesta

  1. juan dice:

    mm buena informacion

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