Sangre, guillotina y dictaduras: así traicionó la Revolución Francesa a los franceses
¡No es más que un hombre vulgar! Ahora pisoteará todos los derechos de los hombres y sólo obedecerá a su ambición. ¡Querrá elevarse por encima de los demás y se convertirá en un tirano!», gritó Beethoven cuando se enteró de que su admirado Napoleón se había autoproclamado emperador el 28 de mayo de 1904. Incluso se puso un nombre, Napoleón I, y nombró príncipes a sus hermanos José y Luis. Para el célebre compositor, y para muchos franceses, aquella fue la mayor traición que había sufrido en su vida, pues había albergado grandes esperanzas de que el general corso corrigiera las injusticias del mundo.
La ilusión de Beethoven por vincular el ideario igualitario de la Revolución Francesa a la ‘Séptima Sinfonía’ que había escrito en honor a Napoleón se rompió en mil pedazos. Sin esperar un segundo, se levantó y fue corriendo a tachar la dedicatoria con tanta rabia que rasgó el papel y la rebautizó con el nombre con el que pasaría a la historia: ‘Heroica’. El giro del general hacia el imperialismo y la instauración de una dictadura fue demasiado para el músico y para otros muchos entusiastas, agradecidos de que poco antes se hubiera acabado con los privilegios del clero, la nobleza y la monarquía.
Nadie duda de que aquel alzamiento fue más positivo que negativo, pero también que muchos de sus líderes se acabaron convirtiendo en traidores de su propia causa. De hecho, cuando el pueblo de París asaltó la cárcel de La Bastilla el 14 de julio de 1789, en el fondo se estaba produciendo una revuelta de la burguesía, que buscaba el poder para cambiar el estatus de su grupo social, más que un empoderamiento de las masas populares. Da igual que fuera Danton, Robespierre, Marat, Hebert o el mismo Bonaparte.
El 24 de junio de 1812, el emperador cruzaba el río Niemen con 615.000 hombres, de los cuales solo regresaron unos pocos de miles
Luis XVI y su esposa, Maria Antonieta, fueron las primeras víctimas. En lugar de unirse a la legión de nobles que huyeron del país en los primeros meses de 1792, los Reyes de Francia se trasladaron desde Versalles al palacio parisino de las Tullerías. Querían mantenerse al frente del nuevo Estado, pero pronto vieron que no sería posible y, el 20 de junio, intentaron marcharse al extranjero disfrazados de la Familia Real rusa. Sin embargo, fueron reconocidos en Varennes, arrestados y encerrados en la Torre de Temple.
La guillotina
Como consecuencia de ello, la revuelta se hizo más virulenta, las Tullerías fueron asaltadas y, un año después, los monarcas fueron ejecutados en la guillotina. «De ser una de las princesas más bellas y afortunadas del continente, pasaría a ser declarada culpable de traición y morir en la guillotina antes de cumplir los cuarenta años», cuenta Cristina Morató en ‘Reinas malditas’ (Plaza & Janés, 2014). Pero no hay que llevarse a engaño, porque la Revolución Francesa fue, al contrario de lo que pueda pensarse, una historia de traiciones. Un periodo protagonizado por traidores y más traidores que marcaron con sus acciones viles la historia de aquellos años convulsos.
De los pocos traidores que se salvaron del destierro y la guillotina hay que citar a Joseph Fouché, el siniestro ministro de la Policía que convenció a Bonaparte de que transformara su consulado vitalicio en un imperio hereditario. Un personaje tenebroso, inquietante y con una ambición desmedida que, con una habilidad singular, no solo evitó una y otra vez ser condenado a muerte, sino que envió a todos sus enemigos al cadalso. Se movía como una sanguijuela, promoviendo una traición tras otra. Un hombre de mil caras, cuya técnica de supervivencia se basó en la hipocresía y en su sorprendente capacidad para ostentar cargos relevantes durante cinco gobiernos consecutivos de diferente signo político.
De hecho, su voto de calidad fue el que envió a Luis XVI y a María Antonieta a la guillotina, para veinte años después ponerse al servicio de Luis XVIII cuando Napoleón fue derrocado. Era un traidor nato, un reptil en estado puro, un tránsfuga profesional sin ningún tipo de escrúpulos, capaz de dejar en la estacada a cualquier compañero de lucha con tal de mantener sus cuotas de poder. Primero lo hizo con los girondinos, después con los partidarios del Terror y más tarde con los Jacobinos, Napoleón y Robespierre, entre otros muchos.
Robespierre
Este último también fue un traidor. En la Revolución Francesa nadie parecía estar libre de ese pecado. En un principio, este abogado defendió los derechos políticos para toda la ciudadanía, pidió el sufragio universal, peleó por la libertad de prensa, defendió la educación obligatoria y gratuita y, sobre todo, exigió con todas sus fuerzas la abolición de la pena de muerte. En los Estados Generales llegó a pronunciar el siguiente discurso: «Matar a un hombre es cerrarle el camino para volver a la virtud, es matar la expiación. Matar el arrepentimiento es una cosa deshonrosa».
Tras la toma de la Bastilla, sin embargo, se convirtió en un convencido partidario de la pena capital. Creía que el pueblo reafirmaría su confianza en la nueva ley si los culpables eran ajusticiados. Esa postura se radicalizó aún más con la insurrección de la Comuna de París en 1792, a partir de la cual no descansó hasta que los Reyes fueron ejecutados. Había que democratizar la política a golpe de guillotina y, cuando fue elegido presidente de la Convención Nacional un año después, impulsó la Ley de Sospechosos para poder reprimir fácilmente a los enemigos de la Revolución.
En este sentido, dejó sin efecto la constitución y amplió desmesuradamente sus competencias. En otras palabras: instauró también una dictadura, a la que el mismo Robespierre bautizó como ‘El Terror’, que no era precisamente el dechado de libertad, igualdad y fraternidad que había prometido. Lo justificó con una buena dosis de cinismo, asegurando que esa era la etapa que Francia debía transitar para purificarse y proseguir después con sus reformas democráticas.
1.300 decapitados
En el camino acabó con otros líderes de la Revolución como Georges Jacques Danton y Jacques René Hébert, decapitados como supuestos traidores de su causa. Comenzaba así el período más despótico de su mandato, en el que no tuvo reparos en centralizar la justicia en un único Tribunal Revolucionario e intensificar la represión a través de la ley de Pradial. Esta anulaba todas las garantías de los acusados, que no pudieron presentar testigos y defensores desde entonces. Fue el comienzo de un periodo de siete semanas en el que decapitó a más de 1.300 personas en París.
Al final se quedó aislado y se ganó numerosos enemigos que comenzaron a conspirar en su contra. El 26 de julio de 1794, no se le ocurrió otra cosa que presentarse en la asamblea con una nueva lista de enemigos de la Revolución a los que había que guillotinar, pero no reveló sus nombres pese a las súplicas. Al día siguiente, los diputados empezaron a recriminarle sus atrocidades a gritos, sin dejarle hablar, y lo detuvieron. Dos días después, fue llevado a la plaza de la Revolución sin la pomposa peluca que solía lucir. En su lugar, llevaba una venda ensangrentada en la cabeza que el verdugo le arrancó. A continuación, fue acomodado bajo el filo de la cuchilla y todos aquellos que un año antes le aclamaban, clamaron: «¡Abajo el tirano!». Y su cabeza rodó.
Tomado de ww.abc.es