LECTURA: La muerte de Cánovas

Siempre se ha tenido el asesinato del general Prim como un magnicidio que cambió la historia de España, y es posible. Las especulaciones sobre los distintos derroteros que pudieran haber tomado los acontecimientos pertenecen más al campo de los deseos o temores que al de la ciencia histórica.
Normalmente se señala que su liderazgo habrí­a estabilizado el reinado de Amadeo I de Saboya. Es probable; pero, atendiendo a la configuración de las fuerzas polí­ticas, la sociedad española, la personalidad del Rey y la experiencia del reinado de Isabel II, era necesario mucho más que el carácter y la habilidad del general Prim. Sea como fuere, polí­ticos y escritores, sobre todo republicanos –qué paradoja–, le convirtieron en un mito antiborbónico. Un caso distinto es el de Antonio Cánovas.
Cánovas es el gran personaje del siglo XIX; por una razón: ideó la fórmula para estabilizar un régimen constitucional y progresivo, de consenso, y equiparable a los más liberales de Europa. Un personaje de gran talla intelectual, aunque en esto era equiparable a otros hombres de su tiempo (y nada que ver con lo que vino después): gran orador, historiador y estadista, palabra ésta cada vez más en desuso. Comenzó su carrera polí­tica en la revolución de 1854, junto al general O’Donnell y los moderados puritanos. Nunca se arrepintió de aquellas ideas, aunque sí­ de los métodos: «Un hombre honrado sólo participa en una revolución, y eso porque no sabe lo que es». Ministro en varias ocasiones con Isabel II, agente de Preces en la Santa Sede, gobernador civil de Cádiz, fue siempre monárquico y liberal.
La revolución de 1868 le halló alejado de la polí­tica: la aceptación de las medidas anticonstitucionales del Gobierno Narváez por parte de la Reina lo vio como un error histórico y el final de una época, y se retiró. Vuelto a la polí­tica, en las Cortes del Sexenio defendió la libertad con orden y a los Gobiernos conservadores, y apostó por el prí­ncipe Alfonso de Borbón para rey de España como otros lo hací­an por otros candidatos, pero cesó en su empeño una vez que fue elegido Amadeo de Saboya. En 1873 la reina Isabel II le ofreció el mando del partido alfonsino, algo que no existí­a, e impuso sus condiciones: especialmente, que no hubiera injerencia de los militares. Por eso, cuando el general Martí­nez Campos se pronunció en Sagunto el 30 de diciembre de 1874, Cánovas protestó: su plan de restauración civil y parlamentaria se habí­a ido al traste.
A pesar de todo, la idea funcionó. Fiel a la tradición borbónica, Alfonso XII no siguió la lí­nea de su antecesor, lo que fue una fortuna, y prefirió encarnar el espí­ritu canovista, convirtiéndose en un centro moderador de los partidos. El principio de «continuar la historia de España» con un régimen flexible, que permití­a la polí­tica de partido, convenció en una década a todos los liberales monárquicos, tanto conservadores como progresistas. Tanto es así­ que cuando el Gobierno de Sagasta, con el apoyo de los republicanos posibilistas de Castelar, aprobó la restauración del sufragio universal masculino, los liberal-conservadores de Cánovas lo aceptaron y no echaron marcha atrás cuando llegaron al poder. Se consiguió la derrota del carlismo, verdadera lacra para el progreso del paí­s, y se pacificó momentáneamente Cuba. Las libertades eran razonablemente amplias para la Europa de su tiempo: no hace falta más que ver el tono al que llegaba la prensa y la intensidad de las actividades de la oposición, incluidos republicanos y socialistas (el PSOE se fundó en 1879 y la UGT en 1888).
El historiador Carlos Seco Serrano señaló en su obra Historia del conservadurismo español tres errores de Cánovas, en parte discutibles. El primero serí­a no haber atendido a la cuestión social, es decir, a las condiciones de vida de los trabajadores. Es cierto que podí­a haber adoptado las medidas que llevó a cabo Bismarck en la Alemania guillermina en materia de accidentes laborales o jubilación; pero eso no impidió el crecimiento espectacular del partido socialdemócrata alemán (el SPD) y de la facción comunista, hasta convertirse a principios del siglo XX en el partido más importante del Reichstag. El PSOE, sin embargo, fue un partido residual en la vida polí­tica, incluso en las capitales de provincia, donde existí­a libertad de voto, y no consiguió su primer escaño hasta 1910… y gracias a la alianza con los republicanos. De hecho, la UGT tení­a más afiliados que votos el PSOE.
El segundo error de Cánovas, según el profesor Seco Serrano, fue el centralismo, en concreto en lo referido a los fueros vascos y las Antillas. La derrota de los carlistas en 1876 permitió a Cánovas profundizar en el principio de igualdad de todos los españoles: las provincias vascas acudirí­an al servicio de las armas y contribuirí­an en proporción a sus haberes a los gastos del Estado, como el resto de España. Sin embargo, estableció el régimen de conciertos económicos que convertí­a a aquellas provincias en entidades diferentes. Y en cuanto a Cuba y Puerto Rico, quizá Cánovas debió haber iniciado un proceso autonomista. Pero el problema no era la autonomí­a, sino el independentismo creciente y la guerra interminable; con lo cual la solución no pasaba por un estatuto para las Antillas.
El tercer error era el corrupto sistema electoral. No obstante, es preciso señalar que este sistema fue aceptado y usado por todos, y que la oposición a los Borbones, los republicanos, no construyó una estructura de educación y organización popular para la defensa de la democracia. Unos se dedicaron al pronunciamiento y a la conspiración y otros a negociar distritos, jugar a las divisiones y luego pedir la unificación, o a aliarse con el catalanismo o con los socialistas. Así­ las cosas, la crí­tica noventayochista estaba servida.
La muerte siempre deja cosas pendientes. En el caso de Cánovas, fue una organización moderna del partido, con una estructura nacional y permanente, atada a la sociedad civil, como la de los conservadores en Gran Bretaña, capaz de disputar el poder en democracia y afrontar los cambios y crisis del sistema. Pero también quedaron sin resolver el asunto de Cuba y el terrorismo anarquista, que se habí­a cobrado ya muchas ví­ctimas, sobre todo en Barcelona, aunque era un fenómeno de í­ndole europeo.
Fue precisamente un anarquista, el italiano Michelle Angiolillo, quien lo asesinó, en venganza por la represión de sus camaradas presos en el castillo de Montjuí¯c por el atentado contra la procesión del Corpus de junio de 1896, que habí­a ocasionado doce muertos.
El asesinato se produjo el 8 de agosto de 1897en el balneario guipuzcoano de Santa ígueda.
Las relativas paz y unidad que habí­a conseguido Cánovas en el movimiento liberal-conservador se desvanecieron. Francisco Silvela se hizo con el partido y con el Gobierno. El viaje al regeneracionismo que emprendió el nuevo lí­der salió mal, y la formación se acabó desintegrando. Por otro lado, la derrota ante EEUU en la Guerra de Cuba supuso la pérdida de lo que quedaba del viejo Imperio; pérdida que no fue tan grave, atendiendo a los datos económicos, pero que generó una grave crisis nacional e institucional.
¿Todo esto, la crisis del liberalismo conservador y de España, lo hubiera evitado Cánovas? Posiblemente no. El malagueño habí­a sido partidario de emplear «hasta el último hombre y la última peseta», como muchos otros, en la segunda guerra de independencia de Santo Domingo (1860-1865) y en la de Cuba. En cuanto a la modernización del partido para su adaptación a la democracia y al sufragio universal masculino, ni siquiera se le pasaron por la cabeza. Lo más probable es que hubiera acabado como Sagasta, siendo testigo del 98 y del inicio de la crisis de la Restauración.

Por Jorge Vilche. Tomado de Libertad Digital

 

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *