LECTURA: Revolución de 1868

A mediados de los años 1860, el descontento contra el régimen monárquico de Isabel II en los ambientes populares, polí­ticos y militares era patente. El moderantismo español, en el poder desde 1845 se encontraba en una fuerte crisis interna, y no habí­a sabido resolver los problemas del paí­s. La crisis económica era acuciante y por doquier proliferaban los pronunciamientos, como el que en 1866 lideró Juan Prim, y como la revuelta de los sargentos en San Gil; y en el exilio, liberales y republicanos llegaban a acuerdos en Ostende (1866) y en Bruselas (1867) para promover aún mayores desórdenes que condujeran a un drástico cambio de gobierno, no ya para sustituir al presidente Narváez, sino con el objetivo último de derrocar a la misma Isabel II y expulsarla del trono español. La Reina se habí­a convertido en el foco de las crí­ticas sobre los principales problemas del paí­s. contra el régimen monárquico imperante. A la muerte de O’Donnell en 1867 se produjo una importante migración de simpatizantes de la Unión Liberal a las posiciones del frente que propugnaba el derrocamiento de Isabel y el establecimiento de un gobierno más eficaz para España.

El estallido de la Revolución

Para septiembre de 1868, la suerte de la corona ya estaba echada. Las fuerzas navales con base en Cádiz, al mando de Juan Bautista Topete, se amotinaron contra el gobierno de Isabel II. El pronunciamiento ocurrí­a en el mismo lugar donde se levantara en armas contra su padre el general Riego cincuenta años antes. La proclama de los generales sublevados en Cádiz el 19 de septiembre de 1868 decí­a lo siguiente:

Españoles: La ciudad de Cádiz puesta en armas con toda su provincia (…) niega su obediencia al gobierno que reside en Madrid, segura de que es leal intérprete de los ciudadanos (…) y resuelta a no deponer las armas hasta que la Nación recobre su soberaní­a, manifieste su voluntad y se cumpla. (…) Hollada la ley fundamental (…), corrompido el sufragio por la amenaza y el soborno, (…) muerto el Municipio; pasto la Administración y la Hacienda de la inmoralidad; tiranizada la enseñanza; muda la prensa (…). Tal es la España de hoy. Españoles, ¿quién la aborrece tanto que no se atreva a exclamar: «Así­ ha de ser siempre»? (…) Queremos que una legalidad común por todos creada tenga implí­cito y constante el respeto de todos. (…) Queremos que un Gobierno provisional que represente todas las fuerzas vivas del paí­s asegure el orden, en tanto que el sufragio universal echa los cimientos de nuestra regeneración social y politica. Contamos para realizar nuestro inquebrantable propósito con el concurso de todos los liberales, unánimes y compactos ante el común peligro; con el apoyo de las clases acomodadas, que no querrán que el fruto de sus sudores siga enriqueciendo la interminable serie de agiotistas y favoritos; con los amantes del orden, si quieren ver lo establecido sobre las firmí­simas bases de la moralidad y del derecho; con los ardientes partidarios de las libertades individuales, cuyas aspiraciones pondremos bajo el amparo de la ley; con el apoyo de los ministros del altar, interesados antes que nadie en cegar en su origen las fuentes del vicio y del ejemplo; con el pueblo todo y con la aprobación, en fin, de la Europa entera, pues no es posible que en el consejo de las naciones se haya decretado ni decrete que España ha de vivir envilecida. (…) Españoles: acudid todos a las armas, único medio de economizar la efusión de sangre (…), no con el impulso del encono, siempre funesto, no con la furia de la ira, sino con la solemne y poderosa serenidad con que la justicia empuña su espada. ! Viva España con honra!

Lo firman el duque de la Torre, Juan Prim, Domingo Dulce, Francisco Serrano, Ramón Nouvillas, Rafael Primo de Rivera, Antonio Caballero de Rodas y Juan Topete.

Se adviertí­a entonces la existencia de muchas fuerzas en juego: mientras los militares se manifestaban monárquicos y sólo pretendí­an sustituir la Constitución y el monarca, las Juntas, más radicales, mostraban su intención de conseguir una verdadera revolución burguesa, basada en el principio de la soberaní­a nacional. Conviene señalar también la participación de grupos campesinos andaluces, que aspiraban a la Revolución Social.

El presidente Ramón Marí­a Narváez abandona a la reina, al igual que su ministro en jefe Luis González Bravo. Narváez morirí­a aquel mismo año, ahondando la crisis en los sectores moderados. Los generales Prim y Serrano denunciaron al gobierno, y gran parte del ejército desertó, pasándose al bando de los generales revolucionarios a su regreso a España.

El movimiento iniciado en Andalucí­a pronto se extendió a otros lugares del paí­s, sin que las tropas del gobierno hicieran frente seriamente a las de los pronunciados. El apoyo de Barcelona y de toda la zona mediterránea fue definitivo para el triunfo de la revolución. A pesar de la demostración de fuerza de la Reina en la Batalla de Alcolea, los lealistas de Paví­a fueron derrotados por el general Serrano. Isabel se vio entonces abocada al exilio y cruzó la frontera de Francia, de la que nunca regresarí­a.

A partir de este momento y durante seis años (18681874) se intentará crear en España un sistema de gobierno revolucionario, conocido como Sexenio Revolucionario, hasta que el fracaso final (que por poco cuesta la propia existencia de España como nación) lleve de nuevo al poder a los moderados.

La búsqueda de un nuevo rey

El espí­ritu revolucionario que habí­a conseguido derrocar al gobierno de España carecí­a sin embargo de una dirección polí­tica clara. La coalición de liberales, moderados y republicanos se enfrentaba a la tarea de encontrar un mejor gobierno que sustituyera al de Isabel. El control del gobierno pasó en un primer momento a Francisco Serrano, arquitecto de la anterior revolución contra la dictadura de Espartero. Al principio las Cortes rechazaron el concepto de una república para España, y Serrano fue nombrado regente mientras se buscaba un monarca adecuado para liderar el paí­s. Mientras, se escribí­a una Constitución de corte liberal que finalmente era promulgada por las cortes en 1869; era la primera Constitución que podí­a llamarse así­ desde la Constitución de Cádiz de 1812.

La búsqueda de un Rey apropiado demostró finalmente ser más que problemática para las Cortes. Los republicanos se sentí­an en el fondo inclinados a aceptar a un monarca si éste era una persona capaz y acataba la Constitución. Juan Prim, el eterno rebelde contra los gobiernos isabelinos, fue nombrado regente en 1869, y suya es la frase: «¡Encontrar a un rey democrático en Europa es tan difí­cil como encontrar un ateo en el cielo!». Se consideró incluso la opción de nombrar rey a un envejecido Espartero, aunque encontró la resistencia de los sectores progresistas; finalmente, y aunque él mismo rechazaba ser nombrado rey, obtuvo ocho votos en el recuento final. Muchos proponí­an al joven hijo de Isabel, Alfonso (que posteriormente serí­a el Rey Alfonso XII de España), pero la sospecha de que éste podrí­a ser fácilmente influible por su madre y que podrí­a repetir los fallos de la anterior reina, le hací­an perder muchos puntos. Fernando de Saxe-Coburgo, antiguo regente de la vecina Portugal fue considerado también como una posibilidad. Otra de las posibilidades, que proponí­a al Prí­ncipe Leopoldo de Hohenzollen, causarí­a finalmente la Guerra Franco-Prusiana.

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