¿Trece años y sin móvil? Se acabó, me rindo
Yo quería retrasar el ingreso de mi primogénito en el turbio mundo del móvil hasta los 14 años. Sí, ya sé, es un delirio, como cuando las misses quieren la paz en el mundo o los de Greenpeace, que dejemos de conducir. Pese al poco colágeno que ya me queda, mi maternidad adolece todavía de ingenuidades como esta.
En contra de todas las recomendaciones de los expertos en educación (tremenda plaga, por cierto), argüía muy acalorada ante mi hijo que Satán vive ahí, entre datos y gigas, agazapado tras la cámara para selfis. Y le prometía, enloquecida perdida, que un día, el teléfono del demonio se comería crudos a todos los niños del mundo, menos a él. Y que su salvación sería gracias a mí, clarividente y atinada; sagaz y avispada.
Mi criatura, con casi 13 años, me miraba desolado, creyendo definitivamente que a su madre le faltaba un hervor, o benzodiacepinas, o vitamina C. El pobre daba por hecho que en vez de tocarle una familia normal, había caído en un grupúsculo amish o algo peor.
Nosotros, cónyuge y servidora, pretendíamos que el heredero charlase con sus amigos con dos yogures y una hebra de lana antes que comprarle un móvil, no fuese a tragárselo la internet profunda, donde se venden riñones y kalashnikov al mejor postor. No fuese a enamorarse de un trapecista napolitano. No fuese a alistarse en el Dáesh. No fuese a escapar a Singapur.
El niño, al que pondremos de sobrenombre El Incomunicado, andaba unos ratos lánguido y otros, colérico. Vaticinaba que era el único sujeto del instituto sin móvil y que aterrizar en 1º de la ESO sin el cacharro de marras lo sumiría en el ostracismo. Que sería un raro para siempre. Que acabaría con jerséis de ochos. Que no tendríamos nietos. Que dejaría de ducharse. Que se casaría con un gato. A veces, incluso, amenazaba con dejar de respirar. Y todo así.
Por supuesto, utilizó la extorsión emocional: nos asustaba con los muchísimos peligros que le acechan por la calle cuando va solo y cualquiera, decía, parece del Cartel de Medellín. «¡Sin poder llamaros!», musitaba lloroso. Nos arredraba por si se lo tragaba el comisario Villarejo. Nos amedrentaba por si se lo tragaba un perro. Nos acojonaba por si se lo tragaba Miguel Bosé.
Se empeñó en tunelarnos el cerebro con sus lamentos y, en efecto, se consumó la trepanación. Agotados, con la extenuación propia de un plusmarquista, la semana pasada le compramos un móvil. Más bajo no pudimos caer.
Este hijo mío, seco de carácter como un bacalao en salazón, nos abrazó. Puede que durante varios segundos, incluso. Nos quiso fuerte hasta cuando le dijimos que seríamos peor que el Gran Hermano (gracias Google), que estaría geolocalizado, que le caparíamos Youtube…
Todo le dio igual. Miraba el teléfono como otros a Jesús del Gran Poder. Pura devoción. Esa misma tarde ya, por fin, dentro de todos los grupos de Whatsapp que en el mundo han sido, recibió 354 mensajes. Menudo frenopático.
Esto va a acabar fatal.
Tomado de www.elmundo.es