LECTURA: La Santa Hermandad

Se conoce como Santa Hermandad a un grupo de gente armada pagada por los concejos para perseguir a los malhechores y criminales. Fue instituida en las Cortes de Madrigal de 1476 (siglo XV d. C.), unificando las distintas hermandades que habí­an existido desde el siglo XI en los reinos cristianos.

Fue creada a propuesta de los procuradores burgaleses, ya que necesitaban proteger el comercio, pacificar el difí­cil tránsito por los caminos, perseguir el bandolerismo e hicieron posible el que los Reyes, sobre la base preexistente de las hermandades que habí­an levantado algunas ciudades, propusiesen la creación de la Santa Hermandad, que desempeñarí­a un importante papel en la guerra de Granada y que tendrí­a una vida corta, pues desde 1498 quedó reducida a niveles locales. Esta institución que ha sido entendida como un instrumento que busca garantizar el orden público así­ como el embrión de un ejército regular y especializado, sobre todo a partir de 1480, se crea inicialmente por un perí­odo de tres años, se territorializa su jurisdicción (cinco leguas a la redonda de cada localidad con más de treinta vecinos, ocho provincias), se organiza su tropa (un jinete por cada cien vecinos y un soldado por cada ciento cincuenta, agrupados en cuadrillas), se estipulan sus ámbitos de actuación legal (robos, crí­menes, incendios, juicios sumarí­simos con aplicación inmediata de la pena), y se dota de una estructura económica, polí­tica y administrativa (la financiación por sisas, el conjunto de delegados de las ocho provincias, León, Zamora, Salamanca, Valladolid, Palencia, ívila, Burgos y Segovia, compone el Consejo de la Hermandad). También se introdujo en la Corona de Aragón, con la idea de unificar instituciones entre Castilla y Aragón, aunque este intento fracasó. Estas ideas evolucionaron hacia «Las Guardas de Castilla».

Según Hernando del Pulgar, los Reyes Católicos acordaron llamar a Cortes «para dar orden en aquellos robos e guerras que en el reino se fací­an» y, en otra parte, añadió que en las mismas Cortes fue jurada «la Princesa Doña Isabel por Princesa heredera de los reinos de Castilla e de León para después de los dí­as de la Reina».

Evidentemente tales hechos estaban ligados y, en sustancia, los capí­tulos de la Santa Hermandad aprobados por los Reyes Católicos en las Cortes de Madrigal de 1476 tení­an también por objetivo preparar una milicia que pudiera fortalecer el poder real. La polí­tica que presidió la creación de esta fuerza militar permanente no pudo ser más hábil y discreta: limitar la jurisdicción de los alcaldes a pocos casos, someter los cuadrilleros a rigurosa disciplina, poniendo a su frente capitanes, y nombrar o hacer que fuese nombrado general de aquella milicia siempre en pie de guerra, al Duque de Villahermosa, hermano bastardo de D. Fernando el Católico, eran medios seguros para encomendar a los concejos la persecución y el castigo de los malhechores evitando los inconvenientes y peligros de la licencia popular. La unidad del cuerpo y la concentración del mando convirtieron a la Santa Hermandad en un auxiliar poderoso de la monarquí­a, porque los 2000 hombres de guerra que los concejos pagaban, «estaban prestos para lo que el Rey o la Reina les mandasen».

Un hecho crucial en la vida de esta organización sucede en 1300, cuando se unen los toledanos de los Montes con los talaveranos de la Jara y dos años más tarde los de Villa Real, en una federación, abriendo así­ una etapa donde la nueva institución resultante cobrará mayor efectividad al coordinar sus esfuerzos, aumentar el potencial humano y mejorar las estrategias de lucha contra el bandolerismo.

La Santa Hermandad es, posiblemente, el primer cuerpo policial realmente organizado de Europa.

Hay que remontarse a los comienzos del siglo XII para encontrar los primeros antecedentes de la Santa Hermandad, concretamente en Asturias, en 1115 a iniciativa de sus diputaciones se constituye una Hermandad para la persecución de malhechores y, de paso, poner fin «a las depredaciones, abusos y tropelí­as de los próceres y magnates».

Los titulares de los distintos reinos, con el paso del tiempo, concedieron y aumentaron los fueros de estas Hermandades de carácter local, como recurso para aumentar su autoridad, al tiempo que restaban de esta forma poder y atribuciones a las í“rdenes militares y a la nobleza.

Para mantener la unidad de criterios y doctrina, se celebró en Valladolid, en 1295, una Junta de Procuradores de las Hermandades del reino de León, acordándose en ella lo siguiente: el pago al rey de las contribuciones en la forma usual; si alcaldes, merinos y señores feudales quebrantaban los fueros, los «hermanos» se unirí­an para defenderse; si las sentencias no eran justas y los fueros de la Hermandad quedaban lesionados, se reservaba el derecho de querella contra aquellos ante el Consejo, que recurrirí­a ante el rey para revocación y nueva sentencia, con pago de gastos del fondo de bienes propios; si algún infanzón, «rico home» o eclesiástico se apoderase violentamente de bienes ajenos, bien la Hermandad o el Concejo, se levantarí­an contra él «para derribar su casa y talar sus bosques»; cuando algún señor feudal matase sin motivo a un miembro de la Hermandad sujeto a fuero, todos los Concejos se levantarí­an contra él, destruyendo sus propiedades y quitándole la vida «allí­ donde lo encontraren»; igual pena recibirí­a el juez que, sin previo juicio, condenase excesivamente a cualquier persona que con «carta del Rey» aplicase la justicia en beneficio propio, o exigiere impuestos abusivos.

En las Cortes de Toro, el 1 de diciembre de 1369, aparece por primera vez el cargo de juez y después la formación del tribunal propio de la Santa Hermandad, reconocimiento real y oficial de un hecho ya consolidado, y consecuencia directa de la presencia en los juicios de los dos «homes bonos» elegidos por Fernando IV para la administración de la Justicia. Dichos jueces y tribunal sólo juzgarí­an y condenarí­an a los delincuentes capturados por los miembros de la Hermandad, relevando a los cuadrilleros o jefes militares, responsables hasta entonces de dicha función, una vez obtenida la confesión de culpabilidad.

Cargos tan tradicionales como los de merino, adelantado y pertiguero, se desempeñarí­an por personas que, aparte de su competencia y honestidad personal ya probada, tení­an que depositar en la tesorerí­a de la Hermandad veinte mil maravedí­s de fianza, «para responder de sus excesos».

Durante el reinado de Juan II, de dio un impulso a la Hermandad de Toledo con la regulación de la forma de nombramiento de los alguaciles mayores y los cuadrilleros escogidos entre los «homes bonos» de Toledo y la forma en que debí­an desarrollarse las juntas generales, compuestas por doce hombres de a caballo y veintisiete de a pie, cinco cuadrilleros y tres ballesteros por cuadrilla. Todo hombre de a caballo, especie de fortaleza animada, llevaba para su servicio un lancero y un ballestero. La Hermandad daba de sus propios fondos ciento veinte maravedí­s a cada hombre de a caballo y veinte sueldos a cada cuadrillero en concepto de plus o sobrepaga, pues el estipendio ordinario era por cuenta de los pueblos a los que se les prestaban los servicios. Las juntas generales tuvieron lugar anualmente en Toledo, el dí­a de la Virgen de Agosto, previa reunión de sus junteros, tres dí­as antes, en la posada de Valdelagua.

Son los Reyes Católicos los que crearon la Santa Hermandad Nueva, cuya existencia de 1476 a 1498, marcó el comienzo del Ejército Real que en los años siguientes asombró en los campos de Europa. í‰sta constituyó un eficaz instrumento en manos de los Reyes Católicos contribuyendo al fortalecimiento de la autoridad real y al mantenimiento de la justicia y el orden público, llegando su poder hasta el último rincón del reino. No hay duda de que los Reyes Católicos, personajes con un espí­ritu mucho más elevado que sus antecesores, tuvieron una visión muy diferente y supieron ensamblar la acción policial con la militar, apoyarse decididamente en el pueblo, darles efectiva protección y reducir al mí­nimo las ambiciones y poder de la nobleza. Nuevos conceptos y nuevas ideas precursoras, a fin de cuentas, del Renacimiento a punto de hacer su entrada en la historia. Alonso de Quintanilla, contador mayor de cuentas del Reino, en quién los Reyes Católicos confiaron la reorganización de la Santa Hermandad, y como resultado de la junta general de la misma, celebrada el 15 de Enero de 1488, organizó levas cuya fuerza se elevó a diez mil infantes, y entre ellos se eligieron trescientos espingarderos y setecientos piqueros. Se dividió este cuerpo en doce capitaní­as. Al propio tiempo, y a solicitud de D. Fernando y Doña Isabel, el 15 de octubre, la Hermandad de Vizcaya organizó otra fuerza compuesta de dos mil quinientos peones «encorazados», con armaduras de cabeza, con lanza y espada; y de dos mil quinientos ballesteros con sus aparejos, espada y puñal.

No dependí­a este ejército enteramente del gobierno, debido a sus fueros, pero nada tení­a que ver con los prelados, ni con la gran nobleza, dotando a los Reyes de una superioridad decidida sobre las clases privilegiadas. Cada compañí­a constaba de setecientos veinte lanceros, ochenta espingarderos, veinte y cuatro cuadrilleros, ocho atambores, y un abanderado, contando cada compañí­a con 833 plazas. Habí­a además un capitán general, un alcaide, un contador y un tesorero que junto con las plazas de las 12 compañí­as constituí­an las 10.000 plazas aprobadas. Los cuadrilleros, cabos de escuadra, tení­an a su cargo, como subalternos de los capitanes, la instrucción, policí­a y disciplina, tanto en los aposentos y campos como en las marchas y orden de combate.

Las capitaní­as, tan pronto obraban aisladamente, tan pronto en combinación unas con otras. En este último caso, a la reunión de cierto número de ellas colocadas en lí­nea al mando de un caudillo, se le daba el nombre de batalla, la cual se componí­a a veces de infanterí­a solamente, y otras de caballerí­a, si bien entraban por lo regular en su constitución tropas de ambas armas.

El traje de los soldados de la Hermandad era muy sencillo. Consistí­a en calzas de paño encarnado, en un sayo de lana blanca con manga ancha, y una cruz roja en el pecho y espalda; cubrí­an la cabeza con un casco de hierro batido, pero ligero, y su armamento se reducí­a a la lanza y a la espada pendiente del talabarte.

http://medieval.over-blog.es/article-la-santa-hermandad-55196303.html

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1 respuesta

  1. pepito grillo dice:

    es muy largo

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