De “En la boca del lobo” (Elvira Lindo)
“Mueren mis gatos sin nombre, pero de inmediato aparecen otros que no sé sin son hijos del difunto o primos lejanos, como todo el mundo en este pueblo. Y aunque disfruto viéndolos entrar en la gatera y me conmueve cuando, aun sin verme, ronronean y hasta inclinan el lomo para hacerme saber que se restriegan contra mí, no siento pena al acabarse el ciclo de la vida. Incluso si la muerte es violenta, porque el zorro ha dado caza a alguno de ellos, sé que desde que nacen dan por sentado que rondar por el monte significa jugar a jugarse la vida. Si se enzarzan en una pelea resisten a pesar de quedar tuertos o cojos. Se esconden las gatas para parir en los huecos de los árboles o en el interior de una caja de cerveza abandonada en un corral y del dolor del desgarro apenas se les escapa un gemido. Son los primeros que habitan las casas abandonadas y desde los cristales rotos de una ventana vigilan con un celo de vigía los pasos de los vecinos. Sienten un gran interés por la lluvia. Maúlla la gata cuando le llega el celo y rompe el silencio de la noche con un llanto que parece el de un recién nacido que hubiera sido abandonado en la puerta. Se dan el gusto de cazar pájaros para dejarlos a mis pies, como su fuera un trofeo de guerra que me obsequien. Es un acto de amor o así lo tomo. El gato sabe que existo.
En cambio, si que me apena ver morir a las mujeres porque no sé si otras las reemplazarán. Me atormenta pensar que tal vez un día la aldea formará parte salvaje del bosque, que será un conjunto de muros derruidos comidos por la maleza, y que habrá montañeros que descubrirán asombrados, caminando por el monte, las ruinas del pueblo que existió aquí, No se si sobre esas ruinas estaremos nosotras, la Virgen Niña, Emma y yo. Del futuro de nuestra existencia nada se ha escrito”.