El duro entrenamiento que convirtió a las falanges griegas en un muro de acero infranqueable
El historiador y filósofo Posidonio, más que popular en el siglo II, contaba en sus escritos una historia curiosa sobre Pirrón de Elis. Navegaba su amigo por los mares cuando arreció un temporal que estremeció a la tripulación. El peso de la carga era tal que el bajel parecía condenado; triste destino el de morir ahogados. Pero «él, manteniendo la calma, levantó el ánimo mostrando a un lechoncillo que sobre la nave continuaba comiendo». Alzó la voz y convenció a todos de que no perdieran la cordura y que se mantuvieran igual que aquel cerdo; al fin y al cabo, preocuparse no iba a detener las lluvias. Su máxima era «que el sabio debía mantenerse en estado de imperturbabilidad» y calma para alcanzar la cúspide de la existencia.
Esa imperturbabilidad a la que se refería Pirrón, máximo representante de la corriente del escepticismo, era la ataraxia. El concepto fue replicado después por otros tantos filósofos como Sexto Empírico en el siglo II d. C.: «El escepticismo es la capacidad de establecer antítesis en los fenómenos y en las consideraciones teóricas, gracias a la cual nos encaminamos, primero hacia la suspensión del juicio, y luego hacia la ataraxia». En sus palabras, el primer estado consistía en llegar a un «equilibro de la mente en el que no rechazamos ni ponemos nada»; mientras que el segundo, el culmen, era el «bienestar y la seguridad del espíritu».
Hasta aquí, la ataraxia podría definirse como una teoría más. Clave en el pensamiento filosófico, desde luego, pero alejada de las fronteras de una sección de Historia pura y dura. Sin embargo, el historiador Steven Gambardella afirma en su artículo ‘Stoicism: What is Ataraxia?’ que este estado anímico y mental era tan apreciado por los griegos que los hoplitas lo entrenaban: «Se utilizaba a menudo en un contexto militar porque era el estado de ánimo perfecto para que un militar entrase en batalla». La clave, argumenta el experto, era que los combatientes «no se asustaran antes de luchar», pero también «que no fuesen demasiado aguerridos o sanguinarios» para no romper las famosas y compactas formaciones de los hoplitas.
Hoplitas en acción
La visión de Gambardella cuadra de principio a fin. El mismo Pirrón de Elis forjó sus teorías filosóficas después de acompañar al ejército de Alejandro Magno a la India como discípulo del democritano Anaxarco. Aunque es difícil estar seguro de sus vivencias debido a que no dejó escritos en los que basarse. Fue su alumno Timón el que recopiló las máximas de su maestro y defendió su posición como figura básica en el escepticismo y la ataraxia. Así lo corrobora el Catedrático en Historia Antigua Marco García Quintela en su ‘Diccionario de Historia del mundo antiguo’: «Llegó a la conclusión de que había que llegar a un estado de imperturbabilidad, que era la meta en la vida del ser humano».
Gambardella cree además que la ataraxia era un factor clave para evitar que los soldados rompieran el famoso orden de batalla heleno al enfrentarse al enemigo. El historiador Carlos Ventura i Santasusana afirma en ‘Introducción a la historia militar del mundo griego’ que la falange hoplítica se basaba en la acción colectiva de una formación de hombres con una misma disciplina. Funcionaba como una cadena en la que cada combatiente protegía con su escudo parte del flanco de su compañero. El historiador y filósofo Tucídides, nacido en el siglo V a. C., lo dejó claro en su descripción de la batalla de Mantinea: «Los hombres de la fila procuraban mantenerse bajo la protección del escudo de su compañero de la derecha».
La destrucción de una parte de esa cadena era letal para el ejército griego. De hecho, Ventura corrobora que las batallas hoplíticas se ganaban por una ruptura en la línea contraria. Normalmente, gracias a la presión ejercida en un punto concreto. Gambardella, por descontado, es de la misma opinión: «Trabajar en tales formaciones requería una férrea disciplina mental. Los ‘pezhetairoi’ o ‘compañeros de a pie’, como se les conocía, tenían que evitar que sus pasiones les dominaran cuando llovían las flechas o la caballería enemiga cargaba contra ellos». A cambio, este tipo de combate –que se generalizó a partir del siglo VIII a. C.– permitió que la guerra pudiese estar protagonizada por campesinos y aficionados.
Entrenar la ataraxia
Si bien no existen fuentes que corroboren de forma directa el entrenamiento de la ataraxia, sí hay decenas de ejemplos que demuestran la importancia que los griegos entregaban a la imperturbabilidad. Cuando Sócrates pidió al general Laques que definiera al perfecto hombre valiente, este respondió de forma sencilla: «Cualquiera que esté dispuesto a permanecer firme en la fila, a resistir ante el enemigo y a no huir». Los signos de tensión y nerviosismo en la formación eran, de hecho, evidentes para un ojo experto. En el 422 a. C., el general Brásidas apreció que los atenienses no les iban a atacar. «Esos hombres no nos harán frente; es evidente por el movimiento de las lanzas y las cabezas». Estaban agitados, o eso creía.
¿Hasta qué punto es fiable la teoría de que los griegos entrenaban la ataraxia? En principio, parece difícil que sucediera. El historiador Gonzalo Ollero de Landáburu admite en ‘Breve historia de la vida cotidiana de la Grecia Clásica’ que los hoplitas recibían un adiestramiento muy rudimentario. Lógico, ya que no eran soldados profesionales, sino ciudadanos que asían las armas en momentos puntuales y de necesidad. «La no profesionalidad del ejército también afectaba a la frecuencia y a la intensidad de la lucha, pues cada cual las practicaba según consideraba», desvela. En sus palabras, salvo los casos concretos de los espartanos y de la cohorte sagrada tebana, el «nivel del resto dejaba mucho que desear».
El único adiestramiento que existía en la Grecia Arcaica en este sentido era la efebia. Allá por el siglo IV a. C. se convirtió en un sistema educativo de dos años en el que –según confirma Aristóteles en su ‘Constitución de los atenienses’– el joven soldado se sometía a un servicio militar obligatorio de dos años de servicio. Los jóvenes, que debían tener al menos doce para acceder, entrenaban el cuerpo a golpe de deportes. «Su preparación se basaba casi exclusivamente en ejercicios atléticos, en concreto ejercicios de lucha, carreras, salto, lanzamiento de disco y de jabalina», explica Ollero en su obra. El que anhelaba saber cómo usar un arma, se lo tenía que costear de su bolsillo.
El ejercicio más popular y generalizado era una competición llamada ‘hoplitodromos’. El filósofo del siglo II Pausanias afirma en sus escritos que se creó en la 65ª Olimpiada como «preparación para la guerra». Y no parece extraño, ya que los jóvenes participaban en ella equipados con toda la panoplia del combatiente. A partir de aquí, existen tantos ejercicios menores como autores se han atrevido a investigar este tema. El historiador J. E. Lendon, por ejemplo, afirma en ‘Soldiers and ghosts: a history of battle in classical antiquity’ que se ideó una danza competitiva –pírrica– en la que los actores participaban con todo su equipo y recreaban algunos movimientos de las falanges en el campo de batalla.
El único entrenamiento sobre el terreno que recibían los futuros hoplitas se daba cuando los jóvenes de entre 18 y 19 años eran enviados a patrullar por zonas rurales poco antes de incorporarse al ejército griego. Y eso no garantizaba que vivieran una sola escaramuza. Eso, unido a un factor tan determinante como la edad, hacía que participar en una batalla fuera algo no tan habitual como se podría pensar en principio. «Según la edad que tuvieras en el momento de una movilización en Atenas podía tocarte una función u otra. Los varones con edades comprendidas entre los 20 y los 49 podían ser movilizados en masa. Si eras un poco más mayor, entre 50 y 59, te tocaba servir como guarnición. A partir de los 60 quedabas liberado de toda obligación militar», añade el experto español.
En todo caso, no se debe caer en el error de creer que las ciudades-estado griegas no daban importancia a la guerra. Aunque es cierto que en Esparta era una forma de vida y convirtieron la batalla en un arte, también lo es que era un elemento clave de la vida para el resto de ‘poleis’. Valga como ejemplo el juramento que los efebos debían pronunciar durante su adiestramiento:
«No deshonraré estas sagradas armas, ni abandonaré a su suerte a mi compañero en la línea de batalla. Defenderé tanto los lugares sagrados como los profanos, y a mi descendencia no entregaré una patria mermada sino engrandecida y más poderosa, en la medida que mis compañeros y yo seamos capaces, y obedeceré a los que detenten el poder en cada momento, así como las leyes que se han promulgado y las que se promulguen, y si alguien quisiera abolirlas, no se lo permitiré, en la medida que mis compañeros y yo seamos capaces, y honraré los cultos ancestrales. Mis testigos son los dioses Aglauro, Hestia, Enio, Enialio, Ares, Atenea Areia, Zeus, Talos, Auxo, Hegémone, Heracles, las fronteras de la patria y su trigo, cebada, viñedos, olivos e higueras».
El resto, como se suele decir, es historia. Antigua, pero historia…
Tomado de www.abc.es