Fernando de Magallanes

magellan_1810_engraving1Al abrigo de farallones de roca de 30 metros de envergadura, los marineros pasaron allí­ cinco meses, dedicados a reparar las naves y a cazar por los alrededores. El ocio forzado, el frí­o, el racionamiento de la comida ordenado por Magallanes y, sobre todo, la inquietud por el futuro de la expedición hicieron que el descontento se adueñara de los marinos. Muchos se quejaban de la tozudez de Magallanes en mantener rumbo a los hielos del sur, cuando las Molucas estaban al oeste, y aún más de su carácter orgulloso y autoritario, a lo que se sumaban los recelos de los españoles a ser mandados por un portugués. De este modo, el 1 de abril varios oficiales se amotinaron, se apoderaron de tres naví­os y exigieron a Magallanes la mejora de las raciones de comida y el regreso a España. Sin embargo, Magallanes logró sofocar rápidamente la revuelta y castigó a los implicados sin contemplaciones. A uno de los cabecillas lo hizo degollar y descuartizar y a otros dos los abandonó en la costa antes de partir, condenados a una muerte segura. A los demás amotinados, unos cuarenta, tras ser juzgados y condenados a la pena capital, los mantuvo con vida, consciente de que necesitaba su colaboración para continuar el viaje. Entre ellos estaba Juan Sebastián Elcano.

Rebeliones y penurias

Estando aún en San Julián, Magallanes decidió enviar a uno de sus naví­os como avanzadilla en busca del estrecho. La Santiago, el barco elegido, creyó alcanzar su objetivo el 3 de mayo al llegar a una gran ensenada, pero la exploración demostró que se trataba de otra desembocadura de un rí­o, el Santa Cruz. Los marineros permanecieron en aquel lugar tres semanas, y cuando reanudaron el avance se vieron sorprendidos por una violentí­sima tormenta que hizo que el barco encallara en una playa de rocas; los tripulantes saltaron a tierra a través del bauprés y, milagrosamente, todos consiguieron salvar la vida antes de que el mar destrozara por completo la Santiago. A considerable distancia del resto de la flota, sin provisiones y bajo un frí­o glacial, su situación era muy comprometida. Al final algunos pudieron volver a pie hasta el puerto San Julián y Magallanes ordenó ir en busca de los restantes, también por tierra. El 24 de agosto reanudó la travesí­a hacia el sur, pero a causa de los temporales aún tuvieron que guarecerse de nuevo durante varias semanas en el rí­o Santa Cruz, donde los marinos se dedicaron a cazar y salar provisiones, hasta que el tiempo mejoró y el 18 de octubre pudieron levar anclas.

Frenados por vientos contrarios del sur, dando bordadas continuas, los naví­os avanzaron sin perder de vista la costa hasta que el 21 de octubre, cuando se hallaban a 52º de latitud, avistaron un promontorio que penetraba en el mar. Era el cabo Ví­rgenes, como lo bautizó el propio Magallanes, por haberlo hallado el dí­a de la fiesta católica de las Once Mil Ví­rgenes. Tras doblarlo, vieron que un profundo canal se perdí­a en el horizonte, sin lí­mite visible. Como habí­a hecho antes, Magallanes inspeccionó la zona durante varios dí­as. Envió a las cuatro naves a recorrer las diferentes bahí­as y canales, a fin de cerciorarse de que no se hallaba de nuevo ante la desembocadura de un rí­o. Esta vez las naves volvieron con la confirmación que esperaba: por fin habí­an llegado al estrecho.

Un laberinto de canales

Las dificultades empezaron a sucederse. Parte de los marineros reclamaba volver a España para reunir una armada más resistente y mejor abastecida con la que hacer frente a la larga ruta hasta las Molucas, pero la respuesta de Magallanes –la que le atribuye el cronista Herrera– fue terminante: «Aunque hubiese que comer el cuero de las vacas con el que van forrados los mástiles, habí­a de pasar adelante y descubrir lo que habí­a prometido al emperador, pues espero que Dios me ayudará».

La flota emprendió, pues, la travesí­a, entre un impresionante paisaje de costas verdes y montañas nevadas . El italiano Antonio Pigafetta escribió en su crónica de la expedición: «Creo que en todo el mundo no existe un estrecho mejor ni más bello que éste». í‰l no era marino; para los pilotos y capitanes el asunto se tornaba más complicado. A lo largo de las cien leguas del estrecho (unos 550 kilómetros), que recorrieron en 38 dí­as, se enfrentaron a fuertes corrientes, olas de varios metros de altura y campos de algas laminarias que se enredaban en los timones. La enorme profundidad del estrecho impedí­a fondear, por lo que los marinos debí­an echar cables a tierra, adentrándose en un laberinto de canales y pasos. Además, los fuegos humeantes que divisaban por las noches en las frondosas costas les hicieron creer que en esa Tierra del Fuego, como la bautizaron, habí­a tribus indí­genas caní­bales; por ello, Magallanes dio orden de que las tripulaciones permaneciesen a bordo y los ví­veres no hicieron sino menguar.

Además, la sorda resistencia de buena parte de la tripulación al designio de Magallanes no habí­a desaparecido. Cuando, hallándose a mitad de la travesí­a, Magallanes ordenó a uno de sus naví­os, el San Antonio, que explorara unos canales y volviera a un punto convenido al cabo de unos dí­as, la tripulación se rebeló contra el capitán del barco, ílvaro de Mezquita –un primo de Magallanes–y decidió volver a España, convencida de que el viaje era un suicido. Para Magallanes era una pérdida muy considerable. Pero pocos dí­as después otra de sus naves, la Victoria, volvió de una expedición de reconocimiento por el canal con la noticia de que habí­a descubierto la desembocadura y la apertura al océano. El 28 de noviembre de 1520, la flota doblaba el que denominaron cabo Deseado. El acontecimiento se celebró con salvas de cañón y el capitán general Magallanes lloró de alegrí­a, «dando infinitas gracias a Dios que le habí­a dejado hallar lo que tanto deseaba, y que hubiese sido el primero que por aquella parte hubiese hallado el paso tan deseado», como escribió el cronista Herrera.

Entre la niebla, sorteando los islotes Evangelistas, los naví­os se internaron en el ansiado mar del Sur, al que Magallanes no tardó en dar el nombre de mar Pací­fico por la ausencia de tormentas y las aguas en calma. Pero la breve travesí­a que se habí­a imaginado el capitán portugués se convirtió en una interminable singladura, de tres meses y veinte dí­as. La sed, el hambre y el escorbuto se cebaron en los navegantes hasta que por fin alcanzaron las islas Filipinas. Allí­, en un enfrentamiento con un reyezuelo de Cebú, encontró la muerte el propio Magallanes. Tras toda suerte de peripecias, el 9 de septiembre de 1522, tres años después de su partida, volví­a a Sevilla la Flota de las Molucas, o más bien lo que quedaba de ella: un naví­o con 18 tripulantes a bordo, al mando de Juan Sebastián Elcano.

Tomado de Nationalgeographic.com

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