La primera circunnavegación: mucho más que una aventura
El día 6 de octubre de 1522, justo un mes después de haber completado la hazaña más importante de la historia marítima de la humanidad, Juan Sebastián de Elcano se presentó en Valladolid para rendir cuentas a su rey. Se llegaba así a un momento histórico de enorme importancia simbólica, que arroja luz sobre la verdadera dimensión de la gesta: no se trató solo de la heroica aventura de unos pocos marinos, sino de una de esas grandes hazañas colectivas que, además de encumbrar a los protagonistas, dan la medida de una marina pujante, un pueblo dinámico y un rey audaz.
No queda constancia precisa de lo que se habló en aquella audiencia, pero no es difícil reconstruir lo ocurrido partiendo de los documentos que, afortunadamente, se conservan en los archivos. El joven rey, recién coronado emperador, se mostraría agradecido por los servicios prestados por Elcano y sus hombres, y escucharía lleno de curiosidad todas las noticias de la expedición. El marino, en una época en la que el linaje establecía barreras sociales casi insalvables, no podría menos que sentirse intimidado en presencia del hombre más poderoso de su tiempo.
La conocida carta que Elcano escribió al rey desde Sanlúcar nos permite suponer el bagaje con que el capitán de la Victoria se presentó en la Corte de Valladolid. Consciente de su hazaña, seguramente llevaba Elcano orgullo en su corazón. Un orgullo plenamente justificado pero que, expresado en las rotundas y tan publicitadas palabras del propio marino, “Sabrá V.M. que aquello que más debemos estimar y tener es que hemos descubierto y dado la vuelta a toda la redondez del mundo”, quizá haya oscurecido el brillo de otros logros igualmente importantes.
¿Cuáles fueron esos logros? El primero de ellos podría ser el fiel cumplimiento de la difícil misión que, encomendada a Magallanes, terminó cayendo sobre sus hombros: “Os obligáis a descubrir, en los dominios que nos pertenecen y son nuestros en el Mar Océano, dentro de los límites nuestra demarcación, islas y tierras firmes y ricas especierías, con otras cosas de que seremos muy servidos y estos nuestros reinos muy aprovechados”.
Una mirada a la historia con perspectiva nos recuerda que Elcano no era un viajero inquieto y ambicioso, como pudo haber sido el cronista Pigafetta, sino un marino profesional que en su día había respondido a la llamada de Magallanes para alistarse como maestre de la Concepción. Último de los capitanes de la Armada de la Especiería, Elcano estaba obligado a rendir cuentas de los resultados de la empresa, y son precisamente esas cuentas las que dan comienzo a la carta escrita por el marino a su llegada a Sanlúcar: “Sabrá vuestra alta Majestad como hemos llegado dieciocho hombres solamente con una de las cinco naves que V.M. mandó a descubrir la especiería con el capitán Fernando de Magallanes, que gloria haya.”
Muestra además Elcano legítimo orgullo por el heroísmo de los hombres que navegaron a sus órdenes, de los que dice: “Resolvimos o morir, o con toda honra servir a VM”. Leal a ellos, suplica a su rey que “por los muchos trabajos, sudores, hambre y sed, frío y calor que esta gente ha padecido en servicio de V.M.” les conceda las recompensas que todos merecen.
También tenía derecho Elcano a estar satisfecho de los resultados materiales de la expedición. Después de tres largos años de penalidades, no se presentaba Elcano a su rey con las manos vacías. Traía la nao Victoria cargada de valiosas especias y de los presentes exóticos acumulados en tan largo viaje. Sin embargo, en su carta prefiere destacar algo que consideró todavía más valioso: “La paz y amistad de todos los reyes y señores de las dichas islas, firmadas por sus propias manos, traemos para V.M.”
Puede que, para algunos, la hazaña de Juan Sebastián de Elcano, realizada en un mundo muy diferente del actual, tenga sabor a viejo. Puede que, aun reconociendo su enorme mérito, haya quien niegue relevancia a la gesta, como si fuera propia de otra sociedad, de un mundo antiguo ya desaparecido, convertido en polvo sin haber dejado poso alguno en las vidas de los españoles de hoy.
Hay, sin embargo, rasgos de sorprendente modernidad en la hazaña del gran marino español. En el cumplimiento de la misión que tuvo encomendada, Elcano demostró valores intemporales, tan necesarios en su época como en la que hoy vivimos, tan imprescindibles para un marino como para quienes quieran contribuir al progreso de la sociedad en cualquiera de los ámbitos de la actividad humana: valor para enfrentarse a lo desconocido, tenacidad para superar las adversidades, iniciativa, capacidad de tomar decisiones difíciles y un modelo de liderazgo que, en lenguaje de hoy, llamaríamos participativo, algo verdaderamente difícil de encontrar en los albores de la Edad Moderna.
Lastrado por su cuna, no alcanzó Juan Sebastián de Elcano todo el reconocimiento que mereció en vida. No fue el desagradecimiento del monarca, sino los prejuicios los que le privaron del hábito de Santiago que solicitó y del mando de una segunda expedición a la Especiería. Asombra constatar que incluso su nombre sea todavía sea motivo de discusión, porque ni siquiera eso nos ha llegado con claridad a los españoles de hoy.
Pero el tiempo casi siempre pone las cosas en su sitio. La figura de Elcano, superadas las barreras sociales que limitaron su gloria y oscurecieron sus méritos en el siglo de su nacimiento, nos parece hoy más atractiva que nunca. Y su nombre, injustamente olvidado o deliberadamente ocultado por algunos cronistas de la época, resplandece en la popa del buque escuela de la Armada donde se forman quienes deben seguir sus pasos. Desde ese emplazamiento privilegiado, el recuerdo de Juan Sebastián de Elcano sigue siendo motivo de orgullo para todos los españoles y ejemplo y estímulo para las nuevas generaciones de marinos que han heredado del último capitán de la Victoria la responsabilidad de dejar la huella de España por los caminos del mar.
Tomado de www.larazon.es