Si tu familia está desahogada estudiarás Medicina y dobles grados, si no, Óptica o Educación
El nivel de estudios de los padres ―y en especial de la madre, que suele ser quien echa una mano con los deberes― no solo determina que un joven termine el Bachillerato y vaya a la universidad, sino incluso en qué carrera se inscribe. Partiendo del hecho de que un joven rico tiene tres veces más posibilidades de ir a la facultad que uno pobre, una serie del Ministerio de Universidades —que registra los datos de todos los matriculados en grados en España entre 2016 y 2020— muestra que los hijos de profesionales con sueldos altos tienden a estudiar más carreras de Ciencias (50%), Ciencias de la Salud (49,8%) e ingenierías (49%) y los de origen socioeconómico bajo, Humanidades (40%) y Ciencias Sociales (41,7%).
La brecha en las cifras del ministerio es mayor si lo que se tiene en cuenta es el nivel de estudios de los padres: el 57% de los matriculados de Ciencias Sociales tiene uno o dos padres con título universitario, el 68% en el caso de ingenierías, 58% en Humanidades, 65% en Ciencias de la Salud y 64% de Ciencias. Las carreras científicas y de ciencias de la salud, copadas por los pudientes, son percibidas como más prestigiosas, tienen notas de admisión más altas ―a los desfavorecidos les lastra la inequidad educativa y la inflación de notas en los centros privados―, son las de mayor dificultad y cuentan con las tasas más caras por su nivel de experimentalidad. Por ejemplo, una primera matrícula de Geografía cuesta en Castilla y León 755 euros y Veterinaria 1.339.
Un estudio del Observatorio de Estudiantes de la Universidad Complutense (UCM) de 2019 basado en las matriculaciones en primer curso refrenda estos datos, pero va más allá y diferencia por carreras. Mientras que más del 60% de los padres (varones) de los matriculados en Medicina, Odontología y Farmacia son licenciados y tienen sueldos altos, solo ocurre lo mismo con el 33% de los matriculados en Óptica. Las cuatro son carreras de Ciencias de la Salud, pero Óptica antes era una diplomatura, es decir, que antes con tres cursos, y ahora en cuatro años, se puede trabajar como óptico; mientras que la carrera de Medicina dura seis años y pasa uno antes de que, con suerte, el graduado comience a cobrar como MIR [médico interno residente]. Lo mismo ocurre con Educación, antigua diplomatura, que se acaba en cuatro años con relativa facilidad y se puede comenzar a ejercer en un centro concertado o privado.
Sabemos que cuando existían carreras cortas y largas [antes del Plan Bolonia], el alumnado menos favorecido tendía a escoger las cortas, las diplomaturas, por aminorar el riesgo”, explicó Vera Sacristán, directora del Observatorio del Sistema Universitario ―de los cuatro campus públicos de Barcelona―, el pasado martes en una comparecencia en una comisión del Congreso para hablar de la nueva ley universitaria. Y sigue ocurriendo. “Entonces y ahora [los jóvenes con pocos recursos] eligen carreras más profesionalizantes, pensando en la profesión, no en la vocación. En Cataluña hacen la inscripción en función de la dificultad percibida, que se corresponde a tasas de abandono, de repetición de las asignaturas…”. Las ingenierías están siempre en ese segmento.
“El principal coste de ser universitario es que no puedes trabajar o tienes que reducir el tiempo que dedicas al trabajo. Lo que se llama coste de oportunidad”, relata una de las autoras de la UCM, María Fernández-Mellizo. “Luego está el coste de las matrículas, que se puede paliar con las becas. Pero aunque para casos de extrema vulnerabilidad hay becas compensatorias, ni las más generosas cubren el coste de oportunidad. Y luego hay gastos de material. En las tasas [la Administración] incluye los costes de las prácticas ―muy costosas en el caso de Medicina u Odontología―, pero también repercuten en el alumnado, porque en esas carreras experimentales se les piden cosas más caras para seguir el curso. Magisterio, Trabajo Social o Derecho no te obligan a poner tantos recursos”.
Helena Troiano, de la Universidad de Barcelona, analizó 10 carreras en 2013 y llegó a la conclusión ―que se prolonga en el tiempo― de que los estudiantes de nuevo ingreso pobres “tienden a evitar los programas de grado más prestigiosos, donde pueden sentirse como extraños tanto académica y socialmente” y buscan “perfiles profesionales claros” que no entrañen grandes riesgos. Pese a ello, 1,2 millones de titulados universitarios se encuentra en riego de pobreza, según la Encuesta de Población Activa (EPA). Además, sostiene Troiano, se sienten más en deuda con su familia que los adinerados por el esfuerzo financiero que supone que estudien.
La mayor brecha se da en las dobles carreras que nacieron con el Plan Bolonia, que exigen cinco años de estudio incompatible con un empleo y un desembolso económico importante: un grado de precio medio en Madrid cuesta 2.715 euros, y el doble grado: 3.269. El 90% de los que estudian el doble grado de Matemáticas y Física en la UCM ―la carrera con nota de acceso más alta de toda España― tienen una madre universitaria y una situación económica desahogada. Por contra, como en las titulaciones simples de Educación, en el doble grado de Maestro de Infantil y Primaria menos del 40% son hijas e hijos de universitarias.
La serie del ministerio distribuye los matriculados según el empleo de sus padres desde 2016 y se observa un fenómeno claro: los padres de los matriculados tienen cada vez un empleo mejor cualificado. En la universidad pública, suben los porcentajes de hogares en los que uno de los progenitores tiene una ocupación media (del 16% al 19%) y alta (del 20% al 25%), mientras descienden las ocupaciones bajas o el desempleo (del 26% al 21%). La universidad privada, aunque parece otra liga ―la matrícula anual va de los 5.000 a los 20.000 euros, dependiendo del centro y la titulación― alberga también jóvenes de clases medias (22% del alumnado), cuyas familias hacen grandes esfuerzos a base de créditos para que estudien la carrera deseada, mayoritariamente porque no han accedido a la pública.
Los padres más ricos de los matriculados se concentran, como era de esperar, en las ciudades más pobladas, donde están instaladas las grandes compañías y la Administración: Madrid (52% los dos o un progenitor cuenta con un sueldo alto) y Cataluña (50%). En contraste, apenas el 31% en Extremadura, Baleares y Castilla-La Mancha tienen salarios altos.
Pese a esta brecha en las ocupaciones por regiones, la incorporación de las clases medias y bajas a la universidad es evidente. El artículo Origen social de los alumnos de la Enseñanza Superior, publicado en una revista del Ministerio de Educación en pleno franquismo (1960), describe un panorama radicalmente opuesto al actual. Ese año, había 12 universidades y 13 escuelas técnicas superiores ―ahora hay 50 universidades públicas y 40 privadas―por lo que matricularse unas veces se debía “simplemente a la razón de la residencia de sus mayores en una cabecera de distrito universitario y otras a una relativa solvencia económica de los padres”, se explica en el texto. Estudiar en otra ciudad costaba de media 25.000 pesetas (150 euros) al año, había apenas 62.000 alumnos y el 23% recibió ese 1960 algún tipo de beca ―conocida como protección escolar― sufragada por el Estado, la administración provincial o municipal o los sindicatos. Los inscritos se han multiplicado desde entonces por 25 y el 44% recibe apoyo financiero.
En la actualidad, hay casi 1,6 millones de estudiantes ―existen los másteres, los campus a distancia y sedes universitarias en 200 municipios― y el curso pasado 321.000 inscritos se beneficiaron de una beca (21,8% de los alumnos de grado y 12% de los de máster). El 75% de los alumnos en 1960, según datos del Instituto Nacional de Estadística (UNED), eran por parte de padre (la revolución en las aulas no había llegado) hijos de profesionales liberales con estudios ―abogados, ingenieros, médicos o arquitectos― o personal de banca y la administración.
En muchos casos los herederos se licenciaban para seguir la consulta, el estudio o el despacho propio. El 7% eran familia de ganaderos y agricultores ―”comprende propietarios, administradores, colonos y braceros”, cuenta el artículo―, aunque previsiblemente era casi todos los vástagos de los terratenientes. El Ejército tenía mucha presencia (5%) mientras los más desfavorecidos apenas accedían: el 0,6% eran hijos de jornaleros y artesanos, un 1,8% de conductores y un 1% personal de servicio. En las escuelas universitarias los porcentajes por profesiones de los padres casi se repiten.
Tomado de www.elpais.com