LECTURA: Monarquí­a

La monarquí­a es una forma de gobierno de un estado (aunque en muchas ocasiones es definida como forma de Estado en contraposición a la República) en la que la jefatura del estado o cargo supremo es:

1.      personal, y estrictamente unipersonal (en algunos casos históricos se han dado diarquí­as, triunviratos, tetrarquí­as, y en muchas ocasiones se establecen regencias formales en caso de minorí­a o incapacidad o valimientos informales por propia voluntad),

2.      vitalicia (en algunos casos históricos existieron magistraturas temporales con funciones similares, como la dictadura romana, y en muchos casos se produce la abdicación voluntaria o el derrocamiento o destronamiento forzoso, que puede o no ir acompañado del regicidio)

3.      y designada según un orden hereditario (monarquí­a hereditaria), aunque en algunos casos se elige, bien por cooptación del propio monarca, bien por un grupo selecto (monarquí­a electiva).

El término monarquí­a proviene del griego μονος (mónos): «˜uno’, y αρχειν (arjéin): «˜gobierno’, traducible por gobierno de uno solo. A ese único gobernante se le denomina monarca o rey (del latí­n rex) aunque las denominaciones utilizadas para este cargo y su tratamiento protocolario varí­an según la tradición local, la religión o la estructura jurí­dica o territorial del gobierno (véase sección correspondiente).

El estado regido por un monarca también recibe el nombre de monarquí­a o reino.

El poder del rey puede identificarse o no con la soberaní­a; ser absoluto o estar muy limitado (como es usual en la mayorí­a de los casos de las monarquí­as actuales, sometidas a regulación constitucional).

Evolución de la monarquí­a en la Historia

 

1.      La monarquí­a en distintas civilizaciones

A través de la historia muchos monarcas han ostentado poder absoluto, a veces sobre la base de la supuesta divinidad. En el antiguo Egipto, por ejemplo, el faraón era una deidad, al igual que algunos gobernantes orientales (despotismo oriental). En otras civilizaciones, la dualidad de poderes poder temporal y poder espiritual, hací­a surgir un rey civil, como el en sumerio, mientras que los templos eran controlados por una casta sacerdotal. La incorporación de funciones religiosas a ese dirigente temporal terminó produciendo la figura del ensi.

En Egipto y Mesopotamia aparecen los primeros registros de nombres de reyes que constituyen algunos de los primeros documentos históricos: Menes o Narmer, que unificó el Alto y el Bajo Egipto en torno al siglo XXXI a. C. y encabeza las Listas Reales de Egipto (aunque hay un periodo protodinástico o dinastí­a 0 anterior a la unificación, del que se han conservado nombres de reyes y reinos de menor escala desde el siglo XXXII a. C.); y los mí­ticos Alulim de Eridú y los reyes de Kish, Uruk y Ur, aunque no es hasta Mebagaresi (el vigésimosegundo de Kish, que utiliza el tí­tulo real de lugal u hombre grande, en torno al siglo XXVII a. C.) cuando se tiene más constancia histórica, aunque fuera considerado contemporáneo del mí­tico Gilgamesh. Otro de los primeros nombres de la Lista Real Sumeria a los que se suele dar crédito es Lugalzagesi de Uruk (siglo XXIV a. C.).

El sistema imperial en China, desde la Dinastí­a Xia (siglo XXI a. C.) que siguió a los mí­ticos tres augustos y cinco emperadores primigenios, otorgaba al emperador el poder supremo bajo el Mandato del Cielo. Mucho más tarde, los janatos mongoles, sucesores de Gengis Khan, extendieron ese concepto de poder universal por toda Asia.

Tras la inicial cultura del valle del Indo, las invasiones indoeuropeas o arias (un concepto filológico de debatidas implicaciones históricas) impusieron la civilización védica y formas de organización polí­tica y social de rasgos comparables a sus correspondientes entre los pueblos indoeuropeos de Europa (griegos, latinos, celtas, germanos). La mayorí­a de los estados de la antigua India que se repartí­an el norte del subcontinente hacia el [[siglo VII a. C. eran monarquí­as hereditarias (Magadha, Kosala, Kuru, Gandhara y otras, hasta un número de dieciséis), aunque el derecho al trono, sin importar la forma de acceso, era legitimado por genealogí­as ficticias de orí­genes divinos compuestas convenientemente por la casta sacerdotal (brahmanes). El rey debí­a pertenecer a la casta chatrí­a (de los guerreros).

El reino de Siam y el Imperio del Japón fueron los ejemplos más destacados de monarquí­as de Extremo Oriente.

La América precolombina contó con instituciones similares a la monarquí­a, que según los distintos grados de desarrollo cultural, consistí­a en jefaturas como los cacicazgos antillanos o en verdaderos imperios de rango continental como el Tahuantinsuyo de los incas o el Imperio azteca, pasando por entidades medias como      los reinos mayas.

2. La monarquí­a en la civilización occidental

Edad Antigua

La Antigí¼edad clásica, posteriormente a los reyes mí­ticos (Minos, Agamenón, Prí­amo) que podí­an corresponder al wánax micénico (o anax homérico), desarrolló la figura del basileus griego: primero un arconte con funciones limitadas en la polis, a la que se añadieron en los reinos helení­sticos surgidos tras la división del imperio de Alejandro Magno los rasgos simbólicos y efectivos del poder asiático del Imperio Persa. Los rituales orientales, como la proskinesis o inclinación ante el rey, eran extraños tanto al espí­ritu democrático como al aristocrático de las poleis griegas, donde sólo la ley era rey (nomos basileus)[1] pero fueron adoptados. La concepción de la ciudad como espacio público, y de la polí­tica como la ciencia del gobierno, sujeta a escrutinio y debate público (el ágora), aunque fuera el basileus quien la ejerciera, sí­ que se mantuvo. La clave era la consideración del ciudadano como hombre libre, mantenido por la reducción de gran parte de la población a la esclavitud (modo de producción esclavista). Por su parte, el rex romano, profundamente desprestigiado por la República, fue siempre tenido como referencia -a evitar- por el emperador romano, de estirpe republicana durante el principado de Augusto, y ya con menos complejos con el dominado de Diocleciano y con la conversión al cristianismo.[2]

En la Pení­nsula Ibérica, el denominado reino de Tartessos conservó nombres de reyes respaldados por fuentes griegas, unos mí­ticos (Gárgoris y Habis) y otros más verosí­miles (Argantonio), aunque el primer nombre identificable con un rico y poderoso personaje situado en las tierras del occidente mediterráneo serí­a el gigante Gerión, vinculado a los trabajos de Hércules.

Edad Media

En la edad media europea, la descomposición del Imperio Romano conllevó el establecimiento de las monarquí­as germánicas, fundamentadas en la necesidad de un dirigente militar con autoridad en la época de las invasiones, mientras la civilización urbana clásica se veí­a sometida a un fuerte proceso de ruralización y descentralización, y el modo de producción esclavista se sustituí­a por el modo de producción feudal.

La posterior descomposición del Imperio Carolingio propició en buena parte de Europa Occidental distintas formas de monarquí­a feudal, mientras que en otras zonas surgí­an repúblicas en ciudades libres o estados eclesiásticos. En Europa Central una serie de dinastí­as germánicas recreaban sucesivas versiones del Imperio, al tiempo que en Europa Oriental perviví­a el Imperio Bizantino, ambos oscilantes entre la teocracia y el cesaropapismo; mientras que el asentamiento de los pueblos eslavos concluyó en la formación de otros reinos.

La civilización islámica comenzó con un poder polí­tico y religioso concentrado en el califato que se disgregó espacialmente, originando una pluralidad de estados que buscaron su legitimación en distintas formas de monarquí­as, con estructuras, según su amplitud, más o menos tribales, nacionales o imperiales, ligadas o no en cuanto a la sucesión a una teórica vinculación familiar con el profeta Mahoma. Tres califatos sucesivos se constituyeron como califatos semi-universales de los musulmanes: el califato omeya, el califato abásida y el califato otomano, quedando la sucesión de uno a otro califa complicada en varios casos por intrigas de otros pretendientes al trono. El sistema demostró ser lo suficientemente flexible como para permitir la ascensión a los más altos cargos de personajes sin origen social nobiliario, incluso ex-esclavos (en algunas taifas andalusí­es), así­ como sostener, sobre todo en el caso del califato otomano, el gobierno sobre una población marcadamente pluricultural y plurireligiosa.

Las monarquí­as cristianas europeas eran dinásticas: el hijo mayor o el descendiente varón más próximo heredaban el trono, aunque la dinámica expansiva y agresiva del feudalismo las hací­a enormemente cambiantes por las continuas guerras de conquista. Obtení­an su capacidad militar de los soldados y armas de los señores feudales, con lo que dependí­an de la lealtad de la nobleza para mantener su poder; y su legitimidad del clero (particularmente la orden de Cluny) encabezado por el Papa, que no desaprovechó las ocasiones que se presentaron para propiciar el establecimiento de monarquí­as independientes eximiéndolas del vasallaje debido al Sacro Imperio Romano Germánico o al reino del que se desgajaran (caso de varios reinos peninsulares, como el reino de Portugal frente al reino de León). La patrimonialización de la monarquí­a permití­a la división del territorio en caso de herencias y su fusión en caso de enlaces matrimoniales (sometidos a especiales codificaciones –Ley Sálica– y escándalos en caso de disolución o matrimonio morganático), con toda la complejidad institucional y territorial que de ello resultaba, así­ como los conflictos sucesorios que podí­an suscitarse con cualquier excusa a poco bien que se argumentara. Otro resultado trascendente fue el alejamiento de las casas reales de los pueblos sobre los que reinaban: tales extremos alimentaban la idea de la diferencia sustancial entre los reyes y el resto de los mortales, y el prestigio de su sangre azul, junto con sus cualidades taumatúrgicas exhibidas ritualmente (unción real, establecimiento del protocolo de la corte, uso del plural mayestático, administración arbitraria de la merced y la gracia y justicia real, espectáculos multitudinarios como los besamanos o el toque real para la cura de la escrófula, etc.).

En los últimos siglos de la Baja Edad Media, con el declive del feudalismo y la aparición de los Estados nacionales en torno a las monarquí­as autoritarias, el poder territorial ejercido a escala de los nacientes mercados nacionales se fue centralizado en la figura del Soberano, que no reconocí­a poderes superiores como habí­an sido los poderes universales medievales (Papa y Emperador). En principio estos gobernantes eran apoyados por la naciente clase media o burguesí­a, que se beneficiaba de la existencia de un gobierno central fuerte que mantuviese el orden y una situación estable para el desarrollo del comercio en el naciente capitalismo; lo que no es contradictorio con que al mismo tiempo garantizaran el predominio social de nobleza y clero, los estamentos privilegiados del Antiguo Régimen.

Edades moderna y contemporánea

Entre los siglos XVI y XVII, las monarquí­as aumentaron sus pretensiones de concentración de poder para convertirse en monarquí­a absoluta: aumentando la centralización, suprimiendo intermediarios entre monarca y súbditos e intentando el ejercicio de un poder sin limitaciones teóricas, con mayores o menores posibilidades de lograrlo. Modelo histórico de ello fue la monarquí­a borbónica de Luis XIV de Francia, mientras que la monarquí­a católica de los Habsburgo españoles quedó como modelo de monarquí­a autoritaria, con pretensiones más limitadas y más consideración a todo tipo de particularismos y lí­mites ideológicos.

Tanto los abusos de poder como la inadecuación de esas pretensiones a la dinámica económica y social, llevaron al estallido de la contestación a esas concentraciones de poder en forma de revueltas antifiscales, particularismos regionales y estamentales, o bien la insatisfacción creciente de la burguesí­a. Todo ello contribuyó a la caí­da de las monarquí­as absolutas de Europa Occidental tras sucesivos ciclos de revoluciones burguesas o revoluciones liberales (el primero de ellos denominado atlántico): la Revolución inglesa en el siglo XVII (1640-1688, con un intermedio de Restauración), la Revolución francesa y las guerras de la independencia americana desde el último cuarto del XVIII hasta el primero del XIX (1776 Estados Unidos, 1789 Francia, la América continental española hasta la Batalla de Ayacucho, 1824), y los ciclos revolucionarios denominados revolución de 1820, revolución de 1830 y revolución de 1848.

Estos procesos revolucionarios marcaron hitos en la limitación del poder de los reyes, que ya desde la segunda mitad del siglo XVIII procuraba revestir al absolutismo de una justificación ideológica que superaba el derecho divino de los reyes mediante lo que se denominó despotismo ilustrado, vinculado a la ilustrada idea de progreso. En cambio, esa misma forma en Europa Oriental coincidí­a con el momento de mayor concentración del poder en los reyes, simultáneo a un proceso económico y social de refeudalización, que llevó a la autocracia zarista en Rusia y a la expansión del Imperio Austrohúngaro.

La idea moderna de una monarquí­a limitada constitucionalmente (monarquí­a constitucional) se consolidó con lentitud en la mayor parte de Europa, al tiempo que aparecí­an las primeras repúblicas europeas modernas. Durante el siglo XIX el poder de los parlamentos (elegidos por cuerpos electorales progresivamente ampliados) crecí­a al mismo ritmo que disminuí­a el poder de los monarcas, que se acomodaban a un papel de espejo de virtudes sociales mitad aristocráticas, mitad mesocráticas o burguesas, como el que ejemplificaba la Reina Victoria (matriarca que emparentó a toda la realeza europea), incluyendo la doble moral que ha pasado a ser sinónimo de época victoriana. Hubo incluso tronos que se pusieron a subasta y recayeron en el candidato que demostró mayor sensibilidad liberal, como el español durante la revolución de 1868 (en Amadeo de Saboya). Otros se escindieron pací­ficamente, a iniciativa de sus propios súbditos: el reino de Noruega y el reino de Suecia en 1905. Alguna, como la belga, escindida revolucionariamente en 1830 de la holandesa, se definió como monarquí­a popular. El caso de disolución más clara fue el de la monarquí­a francesa, cuyos partidarios, enfrentados y escindidos en orleanistas y legitimistas, fueron incapaces de aprovechar su victoria electoral tras la caí­da del imperialismo bonapartista (1871), lo que consolidó la III República.

Entre tanto, la expansión imperialista de las potencias europeas por ífrica, Asia y el Pací­fico, fue haciendo desaparecer (o reduciendo a un papel inoperante) las monarquí­as tradicionales de esos pueblos.

Seculares monarquí­as europeas, como el Imperio Ruso, el II Imperio Alemán y el Imperio Austrohúngaro, dejaron de existir después de la I Guerra Mundial, cuando el Tratado de Versalles y la Revolución soviética cambiaron la faz de Europa. El fin de la Segunda Guerra Mundial y la caí­da de los fascismos, con los que se habí­an vinculado la monarquí­a italiana y -de grado o por fuerza- las balcánicas (Albania, Yugoslavia, Hungrí­a, Rumaní­a y Bulgaria), supuso una nueva y masiva desaparición de tronos.

 

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