Muerte al traidor: a la horca por ser afrancesados
Fray Manuel Martínez, mercedario descalzo, obispo de Málaga, los señaló en 1814. “Los buenos y leales españoles” estaban “justamente indignados de la traición y alevosía” de los “bastardos que favorecieron la causa del moderno Atila”, de Napoleón, el invasor. El religioso se refería a los afrancesados, a los que llamaba los “famosos traidores”. Los consideraba autores del mayor crimen imaginable: “la negra traición y la infamia de cooperar a la esclavitud y ruina de su patria”. Los afrancesados fueron aquellos españoles que aceptaron las ideas y costumbres del país vecino, en especial las revolucionarias, y, por tanto, vieron en José Bonaparte una oportunidad para aplicarlas a España. En su mente estaba la modernización del país con grandes reformas económicas y educativas, y se sentían patriotas. Esa era su idea de España. Entre ellos estaban Alberto Lista, Meléndez Valdés, Javier de Burgos, Moratín y tantos otros.
El levantamiento general contra el francés hizo que el pueblo común tomara la justicia por su mano, y comenzaran a matar a “traidores”. Alcalá Galiano escribió que “a menudo la acusación era la sentencia”. Comenzaron a verse auxiliares del francés en todos lados. El general Castaños, el vencedor de Bailén, tuvo que esconderse en Sevilla acusado de traidor por ser derrotado en Tudela. La misma Junta Central al marchar a Cádiz también fue señalada. El pueblo se había acostumbrado, escribió Jovellanos, a explicar los errores por una traición. Y lo zanjaba con la muerte, por lo que las Cortes de Cádiz prohibieron el uso de la palabra “traidor” porque era seguido de la turbamulta asesina. Si alguien era tomado por sospechoso debía denunciarse a los tribunales. No era para menos. Luis Viguri, acusado de afrancesado, fue acusado de traidor, asesinado y su cadáver arrastrado por las calles. Lo mismo ocurrió en Sevilla con el conde del Águila.
En noviembre de 1808 se formó un Tribunal de Vigilancia y Protección para juzgar a los afrancesados por traidores, que mandó detener a sus familiares. Para la acusación no hacía falta que estuvieran con José I. Bastaba con ser tibio. Un diputado de las Cortes de Cádiz llegó a proponer que todos los empleados públicos que hubieran seguido en sus puestos con el Bonaparte, incluso los “barrenderos de oficinas”, debían ir al patíbulo. Antonio de Capmany pidió esa persecución en “Centinela contra franceses” (1808).
Las ejecuciones públicas y “espontáneas” no fueron a la zaga del uso ejemplarizante de la guillotina en Francia. Iban a la horca por haber escrito una novela, por parentesco o sospecha. Sus bienes eran incautados o robados, y sus nombres borrados. No pocos inocentes, ha escrito el historiador Moreno Alonso, fueron tratados como traidores. A lo largo de 1813 la situación de los afrancesados fue empeorando. José Bonaparte, consciente de su derrota, organizó una expedición para volver a Francia. Se calcula que le acompañaron unos 12.000 españoles. Fueron concentrados en la Gironda, pero no recibieron ayuda del Estado francés. Tuvo que ser el propio José Bonaparte quien los mantuviera.
El retorno de Fernando VII fue terrible para los afrancesados. La represión popular aumentó con denuncias y venganzas. Su única salvación era entregarse a las autoridades para ser protegidos por el procedimiento judicial. Se creó un tribunal para instruir los casos en cuatro supuestos: desempeño de cargo, continuación en su puesto administrativo con el Bonaparte, obtención de premios o galardones de José I, o prestación de servicios, lo que era amplísimo. Las cárceles se llenaron, e incluso se habilitó una parte de El Retiro para albergar a los afrancesados presos.
La revolución de 1820 permitió la vuelta de los afrancesados. Muchos encontraron el ostracismo porque les siguió la vitola de traidores. Fue el caso de José Marchena, traductor de Rousseau, Montesquieu y Voltaire, denunciado por el Santo Oficio por el pecado de hablar de libertad en el periódico “El Observador” (1787), y luego afrancesado. Menéndez Pelayo, uno de los grandes polígrafos españoles de finales del siglo XIX, escribió la historia del “abate” Marchena para ejemplificar la suerte de aquellos afrancesados. Regresó a España en 1820 “esperanzado” de ver “premiados” sus servicios a la libertad, pero nada logró. “La tacha de traidor a la patria le cerraba todo camino” porque el país no había olvidado el odio a los franceses.
Otros afrancesados acabaron trabajando para Fernando VII. Fue el caso de Javier de Burgos, el padre de la actual división provincial. López Ballesteros, otro “rehabilitado”, creó la Bolsa de Madrid y el Código de Comercio durante el reinado fernandino. Los “famosos traidores” fueron colocándose en la administración y en la cultura española desde 1827, poniendo, como ha escrito López Tabar, los pilares del Estado liberal
Tomado de www.larazon.es