Así eran las navidades de Bilbao en el siglo XIX
Dentro del ciclo festivo anual, las navidades han sido las fiestas que menos cambios experimentaron en Bilbao, al menos hasta la llegada de los modernos medios de comunicación. Podemos reconstruirlas en sus rasgos generales desde fines de los años cincuenta del XIX y presentaban elementos que hoy son reconocibles, mucho más que los del Carnaval, la Semana Santa y las fiestas de Agosto -las otras celebraciones urbanas de importancia-. Los bilbaínos tenían la Navidad como una de las festividades fundamentales. Los rasgos básicos que destacaban: la nochebuena -«es la noche de las reuniones familiares»- y las comidas -y bebidas-, que eran abundantes. Eran fiestas con gran impacto infantil.
Tenían su componente religioso en el espacio público -la misa del gallo solía estar llena y ese día se asistía a otras dos misas, la del alba y la que se celebraba a la mañana-, pero la religiosidad navideña era sobre todo íntima. Se expresaba en el ámbito familiar, en el que se ponían nacimientos y cantaban villancicos.
Contra una imagen del siglo XIX muy frecuente, que la presenta como una época siempre recatada y algo envarada, eran unas fiestas vitales y muy bulliciosas, en las que se salía por la noche (si el tiempo no lo impedía, lo que ocurría con alguna frecuencia, pues las nevadas eran relativamente frecuentes), con un jolgorio considerable, que creció con los años.
En 1860 se describía así la nochebuena: «anoche reinó un humor admirable en las calles de nuestra villa. Alegres las cabezas por los vapores del mosto, discurrían por ella cantores a centenares, acompañados de vihuelas, panderetas, flautas y violines». La misa del gallo estuvo muy concurrida y predominó el jolgorio y el buen humor, con medio Bilbao en la calle, algunos influidos por el alcohol. El ambiente festivo continuaba dos días más, que llamaban la pascua de Navidad y la pascuita (26 de diciembre). También se celebraban bailes (en sociedades privadas, para la alta sociedad o para «artesanos») y se representaban óperas, de cuya enjundia musical no hay duda. Ese año fueron, sucesivamente, ‘Rigoletto’, ‘Lucia Lammermor’, ‘Maria de Rohan’ (estas dos, de Donizetti) y ‘Macbeth’ (como la primera, de Verdi), con gran éxito.
En Bilbao eran unas fiestas de postín. Todas las referencias hablan de la abundancia de vituallas y del consumo de vinos y licores, que según la publicidad respondían a gustos muy exquisitos. Pues bien: eso aumentaba extraordinariamente la importancia de la celebración. En aquella época, la comida cotidiana era más monótona que hoy en día y escasísimas las ocasiones de grandes ágapes y celebraciones. Así, la Navidad iba acompañada de un sentimiento de excepcionalidad que cuesta imaginar a partir de nuestras experiencias. Los acontecimientos que señalaban los hitos anuales se vivían con mucha más intensidad que actualmente.
No se sentían como rutina, pero las fiestas navideñas se ajustaban a un esquema bien asentado, con escasas diferencias entre las distintas poblaciones. A tenor de la información que nos ha llegado, podemos localizar alguna singularidad bilbaína, acorde con su perfil de una ciudad pequeña -en torno a 20.000 habitantes hacia 1860- pero próspera gracias a su comercio y con buen acceso a productos agrarios y marítimos. Por entonces, los bilbaínos asentados solían enviar «a sus amigos de allende el Ebro» capones cebados, ostras, frutas, angulas y pescados finos, señal de que en esto la villa era excepcional. Las crónicas hablan de una gran diversidad de manjares. El besugo era indispensable en Nochebuena -o el consuelo: «El bacalao es el besugo del pobre»-, se vendía marisco, merluza, pavo, además de pasteles, frutas, confituras, dulces y todo tipo de turrones, peladillas… El prestigio gastronómico de la villa estaba bien asentado.
La feria de Santo Tomás
El 21 de diciembre acudían los campesinos a pagar la renta, solían traer regalos (algún animal o productos del campo) al dueño del terreno y este le invitaba a comer. Así lo contaban en 1858: «Hasta el pobre criado del caserío se despide de sus amos regalándole [este] un bacalao, marcha con él ufano en dirección de su casa». Pago de la renta y regalos del amo al rentero, en lo que se presentaba como una relación paternalista. Según la prensa, ese día aumentaban las ventas del mercado, porque los caseros se abastecían de cara a Navidad antes de volver al pueblo o al caserío. Puede ser, pero el mercado de Santo Tomás adquirió el carácter de feria navideña cuando los campesinos aprovecharon ese día no para comprar sino para vender sus productos en el mercado bilbaíno y la fecha subsistió pese a que el día del pago de la renta se cambió a los comienzos de año.
El desarrollo de la feria de Santo Tomás se produjo tras la última guerra carlista, cuando Bilbao -entonces 30.000 habitantes- comenzó a crecer, hasta los más de 80.000 en 1900: se disparaba la demanda. En 1876 «los grandes grupos que solían invadir todos los puntos de la villa cargados con regalos para sus amos» eran ya menores, si bien se notó «bastante animación en la plaza del mercado y por entre calles». El mercado de Santo Tomás se consolidaba.
En los años ochenta se repetían las notas de este tipo: «En estos días se ve la plaza de nuestra villa muy surtida, particularmente de pescado fresco y aves de corral, que se hacen pagar a precios exorbitantes», sin que esto amilanase a los compradores, pues la gastronomía navideña era incuestionable en Bilbao.
Por entonces, algunos apreciaban que la Navidad se estaba haciendo más profana y que la generación anterior «la celebraba más cristiana y dignamente que nosotros», pero tomaban los cambios -que podían ser una percepción equivocada- como una novedad. Así que, aseguraban en 1882, la nochebuena era «bulliciosa y alegre; de mucha vida y mucha animación, y sobre todo de mucho vino y otros licores».
En los días previos anticipaban las fiestas las confiterías, que exhibían todo tipo de «dulces y golosinas». Existía además la costumbre de que los niños llevasen algún regalo al maestro. Y en las vísperas navideñas llegaban los estudiantes bilbaínos, que solían estudiar lejos de Bilbao… y que aprovechaban la ocasión para cogerse unas largas vacaciones. «Ostras, coliflor, besugo» venían a formar parte del ideal bilbaíno de la cena de nochebuena, complementada con muchos productos más y culminada por dulces y turrones. Las comidas de aquellos días eran copiosas. Tras la cena seguía el jolgorio en las calles o las visitas, los villancicos, los juegos familiares…
No había cabalgata de Reyes, pero sí regalos. Se vendía ‘pan de Rreyes’, pues por entonces se estaba extendiendo la costumbre del roscón, importada de Francia y con un primer arraigo en las clases altas, que luego se popularizó. Y estaba extendidísima la costumbre del aguinaldo. Todos los oficios lo pedían, y en aquella época eran abundantes: cartero, zapatero, sastre, lechera, panadera, el sereno del barrio… una ruina, aseguraba alguno.
La navidad se convertía ya en un periodo de grandes consumos y ventas. Se advierte en la publicidad. En 1869 en la calle Fueros se ofertaba «gran surtido de vinos de Burdeos, Champagne y Cognac». Juan E. Delmas vendía en Bidebarrieta lo mismo, más Curaçao de Amsterdam y Anisete de Burdeos. En la calle Correo vendían turrones de Alicante y Gijona, así como de yema y nieve. En Las Delicias, Bidebarrieta 10, el surtido era aún más variado: además de los anteriores, podías encontrar «turrones de guinda, fresa, naranja, granada, café, canela, Berbería, Damas, Candrete, frutas, mil flores, Capuchina, Infanta, Canal, Manteca y Guirlache». También liras de mazapán. El gusto de los bilbaínos de hace 150 años era sofisticado.
Tras la guerra carlista la publicidad de los periódicos desarrollaba la temática navideña. En 1880 los Ultramarinos de Antonio Padró e Hijos, que estaban en Bidebarrieta, empezaban su anuncio así: «Venid parroquianos/ venid y llegad/ Artículos varios / que se hallan aquí/ Baratos jamones/ Salchichón de Vich/ Chorizo extremeño/ Encurtidos mil/ Rica butifarra,/ Tocino, Pernil,/ Tocante a conservas/ Veréis un sinfín».
Tomado de www.deia.eus