Cinco españoles luchando contra epidemias

Cuando Miguel de Unamuno pronunció aquella imprudente frase de «¡que inventen ellos!» lo dijo contagiado por algunos de los tópicos que extranjeros y nacionales pensaban sobre España, representada por la Leyenda Negra y los prejuicios de la Ilustración como un páramo cultural y científico. No en vano, la realidad es que, salvo en momentos concretos y en algunos campos, España ha gozado a lo largo de la historia de una nutrida corte de médicos, inventores y grandes científicos al mismo nivel que el mal llamado mundo civilizado. Dentro del humanismo cívico del que Austrias y algunos Borbones quisieron revestir al imperio hispánico hubo espacio, sobre todo, para los avances relacionados con la medicina y la botánica. Cuestión aparte es que la mayoría de los españoles lo desconozca.

1.º La corteza que combatió la fiebre extrema

José Celestino Mutis y Bosio (Cádiz, 1732) consagró su vida a la medicina, a la geografía, a la difusión de las ciencias útiles y al estudio de la flora y la fauna de Nueva Granada. Sin embargo, la mayor aportación a la ciencia terapéutica de este sacerdote se centró en el estudio de los aspectos botánicos, agrícolas, comerciales y médicos de la exótica droga llamada «quina» o «cascarilla». Este «oro verde», que se extraía de la corteza de una especie de árbol originario de América del Sur en la selva lluviosa de la Amazonia, fue introducido en Europa por los jesuitas españoles ya en el siglo XVII como poderoso febrífugo, del que se dijo que «fue para la medicina lo que la pólvora para la guerra».

En el mundo anglosajón, sin embargo, la quinina fue durante mucho tiempo calificada de «corteza satánica»

El empleo de la quina para combatir el paludismo, fiebres tercianas y otras enfermedades similares revolucionó las teorías medievales de que las enfermedades frías había que combatirlas con sustancias calientes, y viceversa. Gracias a los usos hallados por Mutis, la Real Botica española se convirtió en el centro receptor de estas corachas de esta planta y, con ello, llegó a convertirse en uno de los templos científicos más importantes de Europa. El Colegio de Cirugía que desarrolló, en base a un plan de estudios de la medicina moderna, se copió en el extranjero y se exportó por todo el mundo.

En el mundo anglosajón, sin embargo, la quina fue durante mucho tiempo calificada de «corteza satánica» y se negó su uso para tratar a personas contagiadas por fiebres extremas.

2.º La lucha contra la viruela

Incluso antes de que el británico Edward Jenner desarrollara un método contra la viruela tras darse cuenta de que las ordeñadoras de vacas no contraían la enfermedad porque estaban expuestas a la versión bovina del virus, varios científicos españoles, como Pedro Manuel Chaparro, habían probado ya con éxito métodos para inocular el virus en Chile, Perú y otros rincones del Imperio. Sin embargo ni el británico ni otros médicos hicieron mucho por extender la cura por el mundo, tarea que desempeñó un médico alicantino hoy casi desconocido.

Javier Balmis y Berenguer es más conocido por su aportación a las causas humanitarias que por gloria de la ciencia, si bien ambas cosas están íntimamente relacionadas. Este militar que llegó a ser el médico personal de Carlos IV convenció a este Rey y sus ministros para promover una expedición que esparciera, de forma altruista, la vacuna de la viruela a lo largo del globo. Para lograr que la vacuna resistiese durante la travesía, el alicantino recurrió a una veintena de niños huérfanos, a falta de voluntarios, que fueron pasándose el virus de uno a otro.

La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna contra la Viruela (1803-1814) recorrió La Coruña, Puerto Rico, Venezuela, Cuba, México, Texas, Colombia, Chile, Filipinas e incluso hicieron varias incursiones en territorio chino. Aquello salvó una cantidad indeterminada de vidas de una enfermedad que, ricos o pobres, padecía todo el mundo a lo largo de su vida. El científico y divulgador Alexander von Humboldt avaló aquel viaje «como el más memorable en los anales de la historia».

3.º Una solución al cólera

Durante la epidemia de cólera de 1885 surgida en Valencia el doctor Jaime Ferrán y Clua, pionero de la bacteriología, consiguió realizar con éxito cientos de vacunaciones en pueblos de la costa levantina, aunque se mostró incapaz de frenar el avance de la letal enfermedad hacia el interior de España. Se calcula que llegaron a morir diariamente en España de quinientas a seiscientas personas.

Además de al cólera debió enfrentarse a parte de la clase médica francesa y española, que tardaron en reconocer la efectividad de su vacuna. Finalmente, su brillante trabajo fue reconocido por la Academia de Ciencias de París, que le concedió en 1907 el Premio Bréant.

Jaume Ferrán i Clua (Corbera de Ebro, Tarragona, 1851) desarrolló su vacuna contra el cólera, además de otras contra el tifus y la tuberculosis, justo unos meses antes del nacimiento de la primera vacuna antirrábica de Pasteur, cuyos trabajos siguió muy de cerca. El médico catalán también fue responsable de una serie de medidas profilácticas de las infecciones para los soldados durante la Primera Guerra Mundial

4.º Un gran desconocido contra la difteria

Lejos de los grandes monumentos funerarios, en la periferia de los cementerios que dan descanso a personas de finales del siglo XIX, hay una infinidad de pequeñas tumbas con huéspedes aún más pequeños, todos fallecidos en fechas muy parecidas. Son los lugares de descanso de los miles de niños madrileños afectados por la difteria, una enfermedad que se ensañó con España y con los más pobres de la capital.

Un doctor hoy olvidado trabajó más que nadie para remediar esta tragedia en la ciudad. El canario Vicente Llorente, que había estudiado en laboratorios de París y Berlín los avances de la sueroterapia, pagó de su propio bolsillo la compra de suero antidiftérico y fundó en España el Instituto Microbiológico de Sueroterapia. El médico canario no solo exportó del extranjero esta cura, también creó un modelo de producción científico e industrial del suero para España, aunque también se usó en otros países, que ayudó a salvar miles de vidas.

Un artículo de ABC de 1923 titulado «El Instituto Llorente. Una gran obra científica, humanitaria y patriótica» describió así los logros de su vida:

«Una ráfaga de emoción, que es orgullo noblemente patriótico y gratitud entrañablemente humana, envuelve el espíritu de todo aquel que visita la institución que con acierto fundó en Madrid el doctor Vicente Llorente y Matos. El Doctor Llorente consagró de por vida cuanto poseía: ciencia, tiempo y fortuna a la creación dos servicios: el de la curación de la difteria, en cuya estadística aparecen más de 20.000 casos, todo un pueblo infantil, y el antirrábico, que registra más de 4.000 tratados por el método de Pasteur. La elocuencia de estos datos está por encima de los elogios. Es lo redentoramente divino en lo humano… El alma del fundador alienta en su fundación. Orden, método, ciencia y conciencia, rectitud de juicio clínico, vocación al sacrificio, fueron y son las normas de vida del Instituto Llorente».

5.º El descubrimiento sobre la fiebre amarilla

Hoy en día, la fiebre amarilla o vómito negro (también llamada plaga americana) es una enfermedad que solo acapara titulares en África y en regiones subdesarrolladas. No obstante, durante mucho tiempo esta patología transmitida por mosquitos de los géneros Aedes y Haemagogus supuso un lastre para el proceso de poblamiento y colonización de América, especialmente en las áreas subtropicales y tropicales de Sudamérica, pues sobre todo afectaba a los que venían de Europa. La transmisión de la fiebre amarilla fue durante siglos un misterio para la ciencia hasta que, en 1881, el español Carlos Finlay descubrió el papel del mosquito que lo transmite.

Juan Carlos Finlay Barres (Puerto Príncipe, Cuba) llevó a cabo importantes estudios sobre la propagación del cólera en La Habana a partir de 1868. Su principal aporte a la ciencia mundial fue su explicación del modo de transmisión de la fiebre amarilla, que durante años fue debatida y descartada por otros científicos. Finlay y su único colaborador, el médico también español Claudio Delgado Amestoy, realizaron, desde el propio año 1881, una serie de inoculaciones experimentales para tratar de demostrar al mundo que se transmitía por los mosquitos.

Entre 1893, 1894 y 1898, Finlay divulgó a nivel mundial las principales medidas que se debían tomar para evitar las epidemias de fiebre amarilla: destrucción de las larvas de los mosquitos transmisores en sus propios criaderos y prevención en temporadas más húmedas. A pesar de las persistentes dudas de la comunidad científica, su método de erradicación logró eliminar la enfermedad de La Habana hacia 1901 y en pocos años se volvió una rara avis en el Caribe.

En 1902, al proclamarse la independencia de Cuba, Finlay fue nombrado jefe de Sanidad del nuevo estado. Desde este cargo encaró la última gran epidemia de fiebre amarilla que se registró en La Habana, en 1905, la cual fue eliminada en cuestión de tres meses.

Tomado de www.abc.es

 

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