El enorme problema de Fernando VII con las mujeres

«Pichoncita de mi corazón», «mona mía», «pimpollo mío», «ídolo mío», «azucena», «resalada», «gachona», «paloma», «salero de mis ojos». «¡Qué guapita eres!», «¡qué rica!», «¡cuántas ganas tengo de besarte en la punta de la nariz y darte un abrazo muy apretado!». «Quisiera tener alas para volar a tu encuentro». «El corazón me hace pitititi, señal de que muero por tititi». «Querida esposa de mis entrañas…». La lista de empalagosas expresiones con las que Fernando VII tiroteaba por carta a sus cuatro esposas le presenta como un pedazo de pan, lo que no era estorbo para que luego les fuera infiel y las usara, como al resto de sus súbditos, en su provecho.

El Monarca se casó por primera vez con su prima María Antonia de Nápoles en octubre de 1802. El enlace se planeó en ese contexto para mejorar las malas relaciones entre los Borbones españoles e italianos cuando el peligro de Napoleón se cernía sobre ambos. Sin embargo, el mal estado físico y mental del heredero español fue visto casi como una ofensa por parte de los parientes napolitanos. La primera impresión de María Antonia fue mala, terrible, rayando el síncope:

«Desciendo de la carroza y veo al príncipe. Creí desmayarme. Después de haber visto su retrato, en el que era más feo que guapo, en vivo parecía un Adonis; estaba turbado. Recordáis que San Teodoro [el embajador] había escrito que era un buen mozo, despierto y amable. Cuando se está prevenido, se encuentra el mal menor, pero yo que creí lo que se me dijo, quedé muy asombrada al ver todo lo contrario».

Los miembros designados para integrar la Orden del Toisón eran elegidos entre aquellos monarcas y nobles europeos que se hubieran distinguido en la lucha contra el poder otomano y la liberación de los Santos Lugares

Fernando, según le explicó María Antonia a su madre, era un ser abominable, grueso de cuerpo, con una vocecilla fina «que da miedo», «un pánfilo completo» y un pelmazo que ni leía, ni escribía, ni pensaba, ni dejaba que otros lo hicieran, pasando horas en el cuarto de su esposa sin preguntar más que pamplinas. Los primeros meses de la princesa en España aparecen reflejados en su diario como si estuviera caminando por la superficie del sol. «Todo me parece mal», anotaba en septiembre de 1803, «y si no fuera pecado, desearía la muerte». Detestaba los actos públicos, donde no conocía a nadie, trataba con desprecio a sus criadas y se sentía una prisionera de su suegra María Luisa, quien le obligaba a salir en carroza cada día «incluso si diluvia y uno quiere quedarse en casa». Sus únicas ocupaciones consistían en dibujar, tocar el clavecín y la guitarra, escribir y leer.

Buena parte de estas objeciones sobre su marido se debieron a la inexplicable falta de ganas de Fernando de consumar el matrimonio. Once meses necesitó el Príncipe de Asturias para decidirse. En parte por timidez, inmadurez y desarrollo tardío de los caracteres sexuales secundarios (hasta seis meses después de la boda no se afeitó por primera vez); y por otro lado, más grande, porque el entonces príncipe debió enfrentarse a una situación imprevista. Fernando sufría de macrogenitosomía, el mal de los actores porno, de modo que portaba unos genitales gigantes que dificultaban las relaciones sexuales. Un pene desmedido, sin instrucciones de uso, que le costó maniobrar en la dirección adecuada.

Tras ser algo así como corneada, María Antonia cambió radicalmente su opinión de España: «Este país me gusta y las gentes son de mi agrado; esto no lo digo por hacer un cumplido a los españoles, pero si yo fuera una particular y me dejaran elegir dónde vivir entre todos los países, al instante diría: en España, porque su carácter es de mi gusto». En la biblioteca del Real Monasterio de El Escorial, esta rubia de mirada esquiva se perdió entre libros y recobró su buen humor y gusto por los vestidos y la apariencia, que había descuidado desde su llegada al país. Visitó el Panteón Real y eligió en octubre de 1803 la caja con la que quería ser enterrada, lo cual fue un triste signo de lo que estaba por venir. La napolitana sufrió dos abortos a lo largo de su matrimonio y observó, impotente, cómo avanzaba la tuberculosis por su cuerpo, causándole graves dolores de vientre y adelgazándola hasta los huesos. El 21 de mayo de 1806 murió bajo una nube de rumores de que la Reina madre la había envenenado.

Relaciones fuera del matrimonio

Hasta después de la Guerra de Independencia, ya como Rey de España, Fernando no se volvió a casar. Aislado de Europa, lo más fácil para la cabeza de la dinastía Borbón fue acudir a una casa afín como la portuguesa, donde ejercía como reina consorte su hermana Carlota Joaquina. Fernando se casó con su sobrina María Isabel, una chica de mala salud y poco influencia sobre la política. La atenta y dulce reina procuró igualmente mantener a la derecha el trono de su marido, pero en su caso se conformó con atenuar sus muchas relaciones extramatrimoniales.

María Isabel trabajó en vano para alejar al Rey de la perniciosa influencia de la camarilla y llevó a cabo un gran fomento cultural. Consiguió que la Academia de San Fernando impartiese clases también a las mujeres y, al menos así se asume tradicionalmente, fue la portuguesa quien introdujo en la cabeza de Fernando la idea de crear el Museo del Prado. Falleció a los dos años de casada en parto después de haber dado a luz a otra niña que murió a los pocos meses. Parece que sus problemas para parir tampoco fueron fruto de la causalidad. El historiador y médico Manuel Izquierdo aprecia en el cuerpo de la joven lusa, por sus retratos, una cifoescoliosis dorsal, con la consiguiente compensación lumbar y dificultad para dar a luz. La portuguesa arrastraba probablemente raquitismo desde la infancia y, con ello, problemas en sus huesos y músculos.

Tras dos matrimonios sin descendencia, los Borbones recurrieron como medida desesperada a una princesa sajona, que tan buenos resultados había dado en el pasado a nivel fecundo. El Rey de Sajonia, protegido por el caído Napoleón, era un cero a la izquierda en Europa y no costó convencerle para que se desprendiera de su sobrina María Josefa en la primavera de 1819. Tan instruida o más que sus antecesoras en el cargo, la esposa alemana del soberano dominaba varios idiomas, dibujaba con cierta destreza y tocaba el piano. De su ácida pluma no salieron versos anodinos sobre flores y arcoíris, sino ácidos comentarios políticos atacando la Constitución liberal y hasta una novela epistolar donde plasmó lo que estaba ocurriendo en España. Suya es la descripción más implacable de las escasas dotes como gobernante de Fernando:

«Su figura es fornida y varonil; no deja de tener luces, discernimiento y discreción, aunque en los negocios públicos me parece que no sabe emplearla oportunamente, y esto aumenta sus compromisos y mis temores […]. En fin, es excelente como hombre particular; como jefe no sabe conducirse ni para su provecho ni para el de sus súbditos. ¡Ay de mí, cuánto siento conocerlo!»

A María Josefa, mujer fuerte de carácter y salud pero tímida y delicada en sus apariciones públicas, participar en besamanos le causaba urticaria, el ruido de las salvas de cañón le encogía el alma

Terminó por cogerle cariño a su marido, aunque renunció voluntariamente al sexo cuando estuvo claro que no iba a darle herederos al Rey. Con ánimo de ahondar en una imagen de la Reina como una mujer muy beata, se propagó una historia horripilante sobre su noche de bodas, según la cual cuando el Monarca entró en la habitación la sajona salió despavorida al ver un miembro viril «delgado como una barra de lacre en la base, grueso como un puño en el extremo y largo como un palo de billar».

Si tuvo lugar o no la disparatada escena importa poco, lo que desde luego es cierto es que la reina dejó de mantener relaciones sexuales con Fernando. Tras años y «probada ciencia» intentando quedarse en cinta se dio por vencida. «Por mí no quedó que hacer», reconoció María Josefa conforme con lo que decidiera la Divina Providencia.

A María Josefa, mujer fuerte de carácter y salud pero tímida y delicada en sus apariciones públicas, participar en besamanos le causaba urticaria, el ruido de las salvas de cañón le encogía el alma y las celebraciones populares como los toros le provocaban náuseas. Pronto se negó a «tener la mínima parte en esta barbarie». Murió de manera inesperada tras sufrir unos dolores de cabeza con fiebre que al principio no parecieron revestir importancia. Su estado se agravó en los siguientes días, hasta su fallecimiento en mayo debido a lo que sus médicos calificaron como «pulmonía nerviosa». Fernando quedó devastado, pero no renunció a buscar un heredero en cuanto tuvo «el pulso tan fuerte como antes».

La cuarta y última también se llamaba María, María Cristina, y de igual manera estaba emparentada como las otras con los Borbones, en su caso como hija de María Isabel de Borbón, la hermana de Fernando que se había ido a reinar a Dos Sicilias. El Rey español escogió a esta sobrina suya porque, hablando en plata, se dio el capricho de casarse con una impresionante mujer de veintitrés años, cabellos castaños, ojos pardos, ademanes distinguidos y unas líneas esculturales. «Otras veces me han casado, ahora me caso yo», señaló el monarca. A lo mejor por ello también fue la menos culta, lo que le importó menos que cualquier artículo de la Constitución de Cádiz. María Cristina le dio dos hijas al Rey, la futura Isabel II y María Luisa Fernanda, así como una postrera juventud. Fernando se comportó como un adolescente ansioso y risueño con su última esposa.

Tomado de www.abc.es

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