LECTURA: La alimentación de los mineros de Triano (Vizcaya) (1882-1889)

La alimentación de los mineros de Triano (Vizcaya): Cantinas y tiendas obligatorias, 1882-1899

Una de las pautas fundamentales para el estudio de las actividades laborales de la zona minera de Triano en Vizcaya, es el estudio de la alimentación de los mineros. Las peculiaridades de su abastecimiento, a través de cantinas proveí­das y regidas por los propietarios de las minas, a lo que habí­a que añadir el tipo de alimentos que consumí­an, generalmente de escasa variedad y valor nutricional, trajeron consigo unas consecuencias que fueron más allá del ámbito meramente alimenticio. En efecto, si la primera huelga de la que se tiene constancia en la zona minera de Asturias fue como consecuencia de las quejas de los mineros por la alimentación que recibí­an, en los montes de Triano, el problema de las subsistencias era una clamor continuo en todas las reivindicaciones obreras e, incluso, llegó a constituir un elemento si no primordial, sí­ básico para aglutinar adhesiones al incipiente movimiento obrero.
Las condiciones de vida de los mineros de Triano han sido ampliamente descritas y estudiadas. La dureza del trabajo minero, al igual que los requisitos y obligaciones que los patronos exigí­an y que fueron el germen de amplias movilizaciones obreras, fueron reflejados a través de distintos canales de comunicación, claro está, desde la óptica de aquellos que las contaban. Para la patronal minera, las minas eran un negocio más del que habí­a que sacar el máximo rendimiento y no rehuí­a de aquellos esfuerzos que consideraba necesarios para mantener dentro de un orden a sus obreros. De este modo, la vertiente social de la cuestión minera era observada por los propietarios mineros desde una óptica de labor benéfica, no exenta de un matiz paternalista. Dentro de esta concepción de las relaciones patronos-mineros, estos primeros crearon una cobertura de asistencia espiritual, entre la que destacaban patronatos, asilos y hospitales, instituciones todas ellas de beneficencia particular tuteladas por distintas órdenes religiosas. Por lo tanto, la patronal se veí­a obligada a alimentar el alma de los obreros y a componer los cuerpos de aquella mano de obra necesaria para el buen funcionamiento del engranaje económico del que las minas eran una pieza fundamental.
Pero, al margen de estas iniciativas de los propietarios de las minas, ¿cuál era el vivir dí­a a dí­a de sus trabajadores? Sin adentrarnos en la problemática de la vivienda en la zona minera, abordaremos a continuación el estudio de la alimentación de los mineros de Triano. Tanto los barracones en los que estaban obligados a vivir estos operarios, como la comida que también estaban forzados a comprar en las cantinas y tiendas propiedad de sus patronos, eran fruto de las más ácidas y corrosivas crí­ticas. La prensa societaria no escatimaba pretexto alguno para dar a conocer las condiciones en que viví­an los mineros y el tipo de géneros alimenticios que consumí­an. Es más, por su crudeza, estos aspectos de la vida minera pasaron a formar parte de las primeras reivindicaciones laborales, convirtiéndose en un mito del que ningún escrito que hiciera referencia a la historia de los montes de Triano podí­a sustraerse.
Así­, por ejemplo, en 1930 el articulista, escritor, ensayista y también edil socialista del Ayuntamiento de Bilbao Julián Zugazagoitia, describí­a de este modo las condiciones de vida de los mineros en torno a 1880: Los mineros no tení­an casa; se albergaban en los barracones de los capataces, en cubiles que los cerdos rechazarí­an; allí­ comí­an o se surtí­an de los géneros averiados y podridos de la cantina, adquiridos a precios que el capataz imponí­a.
La descripción no puede ser más gráfica, ni menos veraz tampoco, a tenor de lo que en abril de 1882 se reseñaba el rotativo El Noticiero Bilbaí­no. No sin cierta chacota, el corresponsal de este periódico en Gallarta, indicaba que en la alimentación de los mineros por evitar enojosas digestiones, no figuraban los exquisitos platos de principios, bistec, postres y demás exquisiteces que adornaban las cartas de dos de las más prestigiosas fondas bilbaí­nas, la de doña Brí­gida y la de la Prusiana. La variada alimentación de estos obreros, llena de infinidad de baterí­as de pucheros, se componí­a de alubias, habas y garbanzos, de una í­nfima ración de buen tocino americano, todo a ello a un precio desorbitado. Se calculaba que un minero gastarí­a a diario de 3,5 a 4 reales diarios en su alimentación, cuando los jornales variaban de 10 reales mí­nimo hasta 17 reales máximo.
La cantinela de la carestí­a de los artí­culos de primera necesidad fue algo constante en todas las referencias al tema de la alimentación de los mineros de Triano y la escasa variedad y pésima calidad de estos artí­culos también. La verdad es que los jornales no daban para más. Si al elevado desembolso que suponí­a la alimentación se añadí­a el coste no ya de la vivienda, sino del lugar donde dormir, los mineros tampoco tení­an mucho margen donde escoger una dieta variada, acorde con sus necesidades nutricionales, aunque los proveedores se hubiesen esforzado en hacer llegar mayor selección y mejor calidad de alimentos hasta las cantinas.
Por lo tanto, la dieta del minero estuvo sujeta desde el comienzo de las explotaciones mineras de Triano, reglamentadas por los patronos mineros, a los imperativos que éstos establecí­an en torno a las cantinas de uso obligatorio. Las legumbres por su baratura eran el plato estrella, por no decir monocorde de la dieta del minero, puesto que si no proporcionaban la energí­a necesaria para reponer las fuerzas, sí­ que lo hací­an para continuar la dura faena. Aun así­, las legumbres por si solas no compensaban las necesidades proteí­nicas de los mineros y para solventar este déficit, se les añadí­a tocino que con su alto valor energético paliaba en cierta medida esta carencia. Si a este menú se añadí­a un cuartillo de vino, mal que bien, se completaba la pitanza del minero, hasta la próxima comida, en la que generalmente se repetí­an los mismos manjares.
Las incipientes sociedades obreras consideraban que las deficiencias nutricionales de esta dieta eran consecuencia directa de la obligatoriedad que tení­an los mineros de comprar en las cantinas de los barracones donde viví­an. Sostení­an que los géneros que allí­ se vendí­an, además de excesivamente caros, eran de pésima calidad. La solución a este problema, según estas asociaciones pasaba por eliminar el sistema de venta exclusiva en la zona minera y dar paso al libre comercio. Por su parte, los representantes de la patronal minera reconocí­an la carestí­a de los artí­culos de primera necesidad, aunque mantení­an que si los mineros se atení­an a una alimentación más modesta, podí­an ahorrar algunos cuartos. Aun así­, los patronos negaban las acusaciones en cuanto a la mala calidad de los alimentos, puesto que los continuos controles y reconocimientos diarios de leche, pan y otros artí­culos en las tiendas exclusivas de la zona minera realizados por las autoridades, avalaban la buena calidad de estos productos.
Mientras tanto, las asociaciones obreras continuaban con sus denuncias y la huelga minera de 1890 se convirtió en un bastión para este tipo de reivindicaciones. A los gritos de ¡Mueran los cuarteles! ¡Fuera las tiendas obligatorias!, se sumaban otras consignas contra la explotación laboral y en demanda de la jornada de ocho horas. Sin duda alguna, se mostraba claramente la capacidad de cohesión que el hecho alimenticio pergeñó al movimiento societario desde sus orí­genes, siendo una de las reivindicaciones más repetidas y más utilizadas. La huelga minera de 1890 se saldó con la abolición de los cuarteles y tiendas obligatorias. Los de la patronal decí­an, no sin cierto cinismo, que el conflicto alimenticio patronos-mineros habí­a sido conjurado, sin embargo, nada estaba más lejos de la realidad.
A pesar de que la huelga de 1890 se saldó, en teorí­a, con la desaparición de las cantinas obligatorias, en la práctica los capataces se las idearon para que esta obligatoriedad continuara. Bajo la coacción del despido, los capataces indicaban a sus mineros que debí­an de realizar el gasto en las cantinas que regentaban. Además de ser un elemento de sumisión del minero ante el patrono, la cuestión alimenticia también se convirtió era un factor más de discordia entre los mismos mineros. No faltaban las quejas ante la docilidad de otros compañeros, que además de someterse a agotadoras jornadas de trabajo más allá del lí­mite establecido por la ley, se dejaban robar en los comestibles, e incluso envenenar por el mal estado en que éstos se encontraban.
Las quejas ante la mala calidad de los comestibles era una constante y la Comisión nombrada el 1º de Mayo de 1896 en el frontón de Gallarta a la que se sumaron los Comités Socialistas de Bilbao, la Arboleda y Gallarta, publicaron un manifiesto dirigido a los trabajadores de Vizcaya en el que se encaraba abiertamente este asunto. En este escrito una vez más se indicaba que los géneros que se expendí­an en las cantinas y tiendas mineras eran de malí­sima calidad, lo peor de cada clase. Al parecer, decí­an, todo era bueno para los mineros. Es más, los precios de estas tiendas obligatorias eran entre un 25 y un 30 por ciento más caros que los que regí­an en las tiendas libres de la Arboleda y sobre géneros de mucha mejor calidad.
El abastecimiento de las tiendas de la zona minera se basaba en un monopolio por el que el concesionario pagaba una renta anual a los patronos mineros. En 1896 este monopolio recaí­a sobre un comerciante de Bilbao apellidado Padró, quien abonaba a los propietarios mineros de la razón Sres. Zaballa 14.000 pesetas anuales para mantener su exclusividad en el abasto. Desde luego, las minas no eran para nada un mercado desdeñable, habida cuenta su cuantiosa población que oscilaba entre los 25.000 y 27.000 trabajadores.
A los precios abusivos y a la venta de productos adulterados y en mal estado, se añadí­an las quejas por las irregularidades en pesos y medidas. Las asociaciones obreras tildaban a los reconocimientos que las autoridades realizaban sobre este particular como puras pantomimas. Por lo tanto, ¿Cómo pedir responsabilidades a las autoridades de aquellos atropellos que ellas mismas debí­an de evitar?
En junio de 1896 se estaban estudiando en las Cortes las reclamaciones de los mineros de Vizcaya, y reunidos varios representantes del Cí­rculo Minero en el Gobierno Civil de Vizcaya, manifestaron que en las minas que ellos regentaban no existí­an ni cuarteles ni tiendas obligatorias, pero sí­ en las minas de Matamoros y de la Reineta explotadas por otros propietarios. Los del Cí­rculo Minero crearon una comisión que gestionarí­a con estos últimos la desaparición de barracones y tiendas obligatorias. Estas y otras medidas, como el crédito que votaron las Cortes en 1895 de cien mil pesetas anuales para vigilar el trabajo de las minas, se dilataban en su aplicación sin que llegasen a ejecutarse.
En 1899 las asociaciones obreras consideraban que la zona minera era el sumidero donde iban a parar todos los géneros podridos del comercio de Bilbao, y como a los obreros no se les vendí­a otra cosa, no les quedaba más remedio que comérselos. Un ejemplo, en septiembre de este año, la Dirección de Sanidad del Puerto de Bilbao inutilizó 2.660 kilos de bacalao y 126 cajas de tocino que se hallaban en putrefacción y cuyo destino eran las minas de Triano. Los patronos mineros utilizaban todos los medios posibles para defenderse de estos ataques. Uno de ellos, el señor Alonso Allende, también concejal del Ayuntamiento de Bilbao, decí­a textualmente en un pleno de este consistorio: Los mineros (patronos) no explotan a los obreros, al contrario, lo que hacen es darles de comer. Indignados por estas declaraciones, algunos concejales calificaron las palabras de Allende como una desvergí¼enza. Consideraban estos últimos que ninguna explotación eran tan odiosa como la de las minas, puesto que los atropellos laborales, la cuestión de las tiendas obligatorias y los altos precios y mala calidad de los comestibles que expedí­an, conducí­an a los mineros a llevar una vida de esclavos. Todaví­a quedaba camino para los mineros consiguiesen la ansiada libertad de comercio a precios asequibles y el acceso a unos géneros cuya calidad no se pusiese en entredicho.
Olga MACíAS MUí‘OZ, Universidad del Paí­s Vasco. Tomado de EuskoNews.

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