LECTURA: La unificación italiana

Entre 1850 y 1860 Francia y Alemania tienen cada una 36 millones de habitantes, el Reino Unido 38 e Italia 25. Italia podrí­a ser una gran potencia europea, pero no lo es, como tampoco lo es Alemania. Polí­ticamente está fragmentada, y en parte sometida a la tutela de Austria. Económicamente es una frontera de la Europa occidental capitalista e industrial, igual que Austria y Alemania, un espacio disputado e inseguro. La unidad italiana y la unidad alemana enfrentan a estos tres paí­ses en los dos únicos grandes conflictos armados europeos del siglo XIX. En ambos casos Francia, que quiere y cree ser la primera potencia continental, toma parte en el conflicto. Desde varios aspectos hay que relacionar, pues, el fenómeno de la unidad italiana con el movimiento general que conmueve a la Europa occidental.

Así­ como, desde un cierto punto de vista, el liberalismo polí­tico aplica los principios enunciados por la Revolución francesa de 1789, porque en definitiva la burguesí­a es lo bastante fuerte para imponerse, la unidad italiana puede ser considerada como la última onda de esa Revolución a escala europea, ya que Napoleón III realiza lo que habí­a sido esbozado por Napoleón I. Porque no es sino la Revolución francesa de 1789 lo que da a Italia «la idea fuerza de nación, comunidad de ciudadanos cimentada por el ví­nculo contractual y la conciencia cí­vica, es aquélla la que da origen a la idea unitaria con las primeras realizaciones, calcadas del arquetipo francés y conformes al nuevo derecho derivado de los principios de 1789». Esta unidad beneficia a la Italia del norte, la única que está integrada en el espacio económico industrial de Europa. Su artí­fice principal, Cavour, es un polí­tico liberal de horizontes europeos, que en ningún momento de su vida ha puesto sus pies en Venecia ni en Roma ni en Nápoles. Finalmente, así­ como el liberalismo belga, holandés y francés es anticlerical, la unidad italiana se hace contra el Papa, quien pierde sus Estados y se retira por más de medio siglo al Vaticano, considerándose prisionero del nuevo reino.

A principios del siglo XIX los diplomáticos del Congreso de Viena podí­an estimar, empleando las famosas palabras de Metternich, que Italia era una expresión «geográfica». Después de las Revoluciones de 1848, pese a su fracaso y al mantenimiento de la división polí­tica, no se puede ya dudar del vigor del sentimiento nacional. En Custoza en 1848 y en Novara en 1849 los patriotas italianos han sido derrotados por un ejército extranjero, al querer librar solos la batalla. El juego de las grandes potencias, por la intervención de Francia y la complicidad benévola de Inglaterra, debe realizar lo que no pudo obtenerse en 1848: fracaso de las Revoluciones de 1848, triunfo a largo plazo de sus ideas. pero por medios indirectos, menos románticos.

En 1849 se restablece el orden, los prí­ncipes recuperan sus Estados y suprimen las constituciones liberales otorgadas por breve tiempo. La Lombardí­a, austriaca, permanece en estado de sitio hasta 1856. Guarniciones austriacas ocupan las Legaciones (Estados Pontificios), la Toscana, los ducados de Parma y Módena. En Nápoles, Fernando II instaura un régimen policiaco que lleva a cabe una auténtica caza de brujas. Sólo el reino del Piamonte escapa a la reacción. El nuevo rey Ví­ctor Manuel II, subido al trono tras la abdicación de Carlos Alberto, anuncia el 27 de marzo de 1849 que conservará el Estatuto, frenando así­ un principio de campaña antimonárquica. En mayo, Massimo d’Azeglio toma el mando de un ministerio de bienestar: aristócrata de temperamento artí­stico e indolente, lúcido, aplica lealmente la constitución. El 11 de octubre de 1850 hace entrar en el gobierno como ministro de Agricultura y Comercio a un diputado del centroderecha, Camillo Benso, conde de Cavour. Paulatinamente, gracias a su actividad, su energí­a y su impaciencia, Cavour se impone como verdadero jefe del gabinete y se transforma en presidente del Consejo en mayo de 1852, apoyado por una mayorí­a parlamentaria de coalición que nace de la unión del centroderecha y del centroizquierda.

Nacido en 1810, Cavour es hijo menor de Michele, que habí­a dado su adhesión al régimen napoleónico y habí­a especulado con los bienes nacionales. Su abuela materna, Filippina de Sales, pertenece a la nobleza de Saboya. Su madre, Adéle de Sellon, es descendiente del patriciado calvinista de Ginebra. Por su matrimonio es sobrino polí­tico de un gran aristócrata francés, el duque de Clermont Tonnerre. Su lengua materna es el francés. En cuanto a ideas, sus compatriotas le reprochan ser inglés. Liberal, es expulsado en 1826 de su cargo de paje del rey, y manifiesta su admiración por la Revolución francesa de 1830, lo que le obliga a abandonar el ejército. Durante los años siguientes, Cavour revaloriza una gran zona arrocera de la llanura del Po, drena los suelos, introduce los abonos quí­micos y las primeras máquinas, especula con los ferrocarriles en la Bolsa, participa en la creación del Banco de Turí­n en 1847, invierte en las fábricas de harina y de fertilizantes y escribe artí­culos sobre la libertad de comercio y ferrocarriles, pero viaja también por Suiza, Francia, Bélgica e Inglaterra. Por su amplitud de miras y sus experiencias, es uno de los pocos liberales que ve claramente que «las exigencias del progreso polí­tico y económico son idénticas».

En el reino de Piamonte-Cerdeña, un pequeño Estado de 5 millones de habitantes, él es quien gobierna desde el centro, siendo criticado tanto por la derecha conservadora y católica como por la extrema izquierda radical, y se propone como tarea la modernización de las estructuras económicas y polí­ticas del paí­s. El balance administrativo es impresionante: nuevos códigos, nuevas reglamentaciones, reorganización del cuerpo de funcionarios. En el campo económico, por no disponer sobre el propio terreno de un ahorro suficiente y disponible para ser invertido en las empresas industriales, Cavour recurre a capitales extranjeros maniobrando con agilidad entre los grandes bancos franceses e ingleses y favoreciendo el desarrollo del puerto de Génova, primer puerto italiano. En diez años se duplica el volumen de los bienes de consumo, y el Piamonte se dota de la mayor red de ferrocarriles de la pení­nsula, abre numerosos canales por todo su territorio y firma tratados de libre cambio con los grandes paí­ses. En 1860 el Piamonte posee la mitad del capital social del conjunto de las sociedades industriales y comerciales italianas. Cavour tropieza por otra parte con dificultades financieras a causa del desequilibrio de los presupuestos, cubierto mediante empréstitos, y con dificultades de orden polí­tico a causa de las medidas anticlericales, la supresión de las órdenes religiosas puramente contemplativas y la confiscación de sus bienes por el Estado… En el campo diplomático y militar, el ejército es reestructurado y dotado del material más moderno, la marina de guerra es desarrollada, pero lo que es más importante, Cavour logra alinear al Piamonte en el campo liberal, al lado de Inglaterra y de la Francia de Napoleón III, quien intenta romper con el bloque conservador que forman Prusia, Austria y Rusia. Al no decidirse Austria a unirse a franceses e ingleses, cuyas operaciones se hacen interminables en Crimea, Cavour entra en el conflicto en 1855 al lado de Francia e Inglaterra contra Rusia, tras desbaratar las intrigas de la derecha católica austrófila, con el tiempo justo para participar en el Congreso de Parí­s (1856). Ha de acudir personalmente a Parí­s para forzar las puertas de la conferencia, intriga entre franceses e ingleses y por fin logra intervenir. Su intervención queda resumida en un memorándum que consta en las actas del Congreso: aduce que, por culpa de Austria, Italia se encuentra en una situación prerrevolucionaria, y que el interés de las grandes potencias consiste en ayudar al Piamonte antes de que sea demasiado tarde. En realidad, habiendo fracasado todas las sediciones y complots, principalmente en Mantua, Milán, Venecia, Parma, Sicilia y Toscana, la mayorí­a de los patriotas respaldan el programa moderado de Cavour. Daniele Manin, abogado republicano exiliado en Parí­s, subordina su adhesión a la voluntad de los participantes en el Congreso de construir una nación italiana. Por otra parte, Turí­n acoge a muchos exiliados procedentes de otros Estados italianos, los futuros dirigentes de la Italia de la segunda mitad del siglo: en el gobierno piamontés figuran ministros oriundos de Venecia, Bolonia, Milán, Sicilia.

¿Cómo se decide la intervención francesa? Italia despierta, sin duda, simpatí­as en Europa, en Inglaterra principalmente, donde esta actitud se mezcla a un moralismo protestante antipapista. Gladstone declara que la reacción napolitana es «la negación de Dios». En Francia intelectuales liberales y anticlericales, como Buloz, director de la Revue des Deux Mondes, son favorables a la causa de la unidad; pero muchos piensan, como Lamartine, que Italia, tierra del pasado, está poblada de «polvo humano». La opinión pública católica no admite que se toque Roma. Napoleón III cede en realidad a un sentimiento personal pese a la mala voluntad de la diplomacia oficial, cuyo jefe es el católico Walewski, hijo natural de Napoleón I. A partir de 1855 se conocen tres tentativas de asesinato urdidas por italianos contra el «carbonario felón» Napoleón III, el antiguo revolucionario de la Romaña. La tercera, la del conde Orsini, provoca una especie de crisis polí­tica, que determina la aprobación de una ley de seguridad general (febrero de 1858). El encuentro decisivo de Napoleón III y Cavour se produce en Plombiéres, en julio de 1858: el emperador de los franceses promete enviar 200.000 hombres a Italia contra Austria a fin de crear una especie de federación italiana sin Austria, una federación en la que Francia ejercerí­a una hegemoní­a moral, y el Papa, desposeí­do de la mayor parte de sus Estados, recibirí­a la presidencia como compensación. Ese acuerdo es secreto, como la promesa de Cavour de ceder Saboya a Francia. Diversas intrigas parecen querer revocarlo, pero es confirmado por un tratado secreto de alianzas de enero de 1859. Una publicación oficiosa deja adivinar en Francia los designios imperiales: las grandes potencias, principalmente Rusia e Inglaterra, dirigida entonces por un gabinete conservador, proponen una reunión internacional. Es Austria quien por torpeza precipita las cosas al dirigir un ultimátum a Turí­n…

Comienza la guerra el 29 de abril de 1859 con una débil ofensiva de los austriacos, quienes dejan a las tropas francesas el tiempo de llegar. Napoleón III asume personalmente el mando supremo a finales de mayo y el 4 de junio gana la batalla de Magenta, única operación estratégica de las hostilidades que permite la entrada en Milán de ambos monarcas. Pero Toscana ya ha echado a su gran duque, con una «revolución de salón»; al derrocar a sus soberanos Parma y Módena, la insurrección crece en Romaña y en las Legaciones, y de toda Italia acuden voluntarios para alistarse en el ejército piamontés. Preocupado por tanto entusiasmo, Napoleón III, tras la victoria de Solferino, entra en contacto con el Emperador de Austria a espaldas de Cavour y el 11 de junio concierta los preliminares de la paz de Villafranca, quince dí­as después de su llegada a Italia, Austria renuncia a Lombardí­a, pero los prí­ncipes de Italia central serán restaurados y se instaurará una confederación presidida por el Papa. Dimite Cavour. La actitud de Napoleón III es debida, en parte, a las noticias que le llegan de Francia y que testimonian de la extrema reserva de la opinión y, en parte, a la movilización de 400.000 prusianos en el Rin.

Retirado del poder, Cavour puede animar a los moderados para que conserven el control de la situación en Italia central, cuyas asambleas constituyentes aprueban en agosto y septiembre de 1859 la unión con el Piamonte. En diciembre de 1859 Napoleón III decide reemprender alguna iniciativa, y el ministerio liberal inglés considera favorablemente la perspectiva de una unidad italiana: un libelo oficioso aparecido en Parí­s aconseja al Papa la renuncia a sus Estados, excepto Roma, y Walewski deja el ministerio de Asuntos Exteriores. En enero de 1860 Cavour vuelve al poder, se aprovecha de la rivalidad de Londres y Parí­s y organiza plebiscitos triunfales en Italia central; el Piamonte cede Saboya y Niza a Francia para reforzar los lazos rotos por un momento.

El nuevo reino de la Alta Italia, con el Piamonte, la Lombardí­a, Parma, Módena, la Toscana y la Romaña, cuentan con 12 millones de habitantes, es decir, casi la mitad de Italia. Los cí­rculos dirigentes piamonteses se dan por satisfechos. Es una nueva fuerza polí­tica, el Partido de la acción, que cuenta con el pueblo, la más clarividente: Crispi, emigrado siciliano, y Garibaldi, en mayo de 1860, organizan la expedición de los mil «camisas rojas» con 1.500 armas oxidadas que los piamonteses acaban por concederles. Los mil voluntarios, todos ellos intelectuales habitantes de ciudades, desembarcan en Sicilia, libran algunas escaramuzas con los borbónicos, son bien recibidos por las ciudades sublevadas y, para conciliarse con los campesinos un tanto reticentes, suprimen la tasa sobre la molienda de granos. En agosto de 1860, Garibaldi cruza el estrecho de Mesina y es recibido triunfalmente en el sur de Italia. Un ministro del rey Francisco II abre en persona las puertas de Nápoles. Cavour decide actuar para contener la ola democrática; el ejército piamontés entra en las Marcas y se reúne con los partidarios de Garibaldi en el reino de Nápoles. Ví­ctor Manuel es saludado como rey de Italia por el mismo Garibaldi. Se ratifican las nuevas anexiones mediante plebiscitos. Fuera del reino no queda más que la Venecia austriaca y la campiña romana con Roma. Un nuevo parlamento se reúne en Turí­n en febrero de 1861; el reino de Italia es reconocido con entusiasmo por Inglaterra y también por Francia. Cavour muere en el mismo año, en el momento en que negocia en secreto un compromiso con el Papa.

La consecución de la unidad es laboriosa y carente de grandeza. La administración unitaria se establece con dificultad. Una verdadera guerrilla dirigida por el clero asola el antiguo reino de Nápoles, donde los piamonteses fusilan sin juicio a 1.000 rebeldes en dos años. Gracias a los buenos oficios de Napoleón III con ocasión del conflicto austro-prusiano de 1866, Italia puede atacar de nuevo a Austria. Pese a ser derrotada, Italia consigue Venecia tras la ficción de un plebiscito (1866). Queda la cuestión más espinosa, la de Roma y la campiña romana: en 1862, el gobierno real lanza a Garibaldi contra Roma, mas presionado por Napoleón III, debe él mismo contenerle. En 1867, animado en secreto por algunos cí­rculos oficiales, Garibaldi hace una nueva tentativa, pero una división francesa le intercepta en Mentana. Es el conflicto franco-prusiano quien decide la suerte de Roma: a la caí­da de Napoleón III los italianos enví­an un ejército a Roma, que ratifica la anexión mediante un plebiscito con 98 por ciento de votos a favor. Una ley de garantí­as ofrece al Papa poco más o menos lo que aceptará de Mussolini cincuenta años más tarde, pero que entonces rechaza: derechos de un soberano, enví­o de nuncios al extranjero y compensaciones. La unidad termina como ha empezado, a favor del juego de las grandes potencias. Quedan todaví­a Trento y Trieste. La unidad ha costado la vida a 6.000 italianos, pero también a 15.000 franceses…

En conjunto, la unidad ha sido obra de una clase burguesa, intelectual y moderada, y también de los funcionarios del norte que han sabido insertarse en un juego diplomático a escala europea. Aquí­ también el liberalismo alcanza rápidamente sus lí­mites: incapacidad para concebir reformas sociales de las cuales tanta necesidad tiene el sur de Italia, timidez, estancamiento en el conservadurismo. Habiendo prohibido Pí­o IX a los católicos participar en las elecciones legislativas, el cuerpo electoral, muy exiguo ya con sólo el 15 por ciento de los varones adultos, es ahora debilí­simo. La izquierda anticlerical y liberal que gobierna a partir de 1876 se lanza en una polí­tica megalómana de nacionalismo, de armamentos y de colonialismo. En el caso de Italia, más aún que en otros casos, más que de una voluntad de enfrentarse a lo real, se trata de una huida hacia adelante.

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