BIOGRAFíA: Rafael De Riego
Desgraciadamente para España, en aquellos hombres no había más que talento y honradez. En la uña del dedo meñique de Isabel la Católica había más energía política, más potencia gobernadora que en todos los poetas, economistas, oradores, periodistas, abogados y retóricos españoles del siglo XIX. (Galdós. «El Grande Oriente»)
Se cumplen 180 años del infame asesinato de uno de los asturianos más importantes de la historia, del general Rafael del Riego. 7 de noviembre de 1823. Madrid, plaza de la Cebada. Riego es ejecutado. Galdós, en su novela, «El terror de 1824», lo narra así: «Pereció como la pobre alimaña que expira chillando entre los dientes de gato. El día 7, a las 10 de la mañana, le condujeron al suplicio. De seguro, no ha brillado en toda nuestra historia día más ignominioso». Eugenia Astur cuenta en su biografía que Fernando VII, cuando recibió la noticia de la ejecución, viajando camino de la Corte, dicen que frotando las manos se repantigó en el coche, y con un acento en el cual se traslucía la satisfacción de que al fin se ha librado de una pesadilla, exclamó festivo: «¡Liberales: gritad ahora viva Riego!». Escribió Unamuno que «la muerte de Riego contribuyó, más que a otra cosa, a ennegrecer la figura, ya tenebrosa, de Fernando VII».
Riego fue un héroe trágico. Podría haber hecho suya esta confidencia de Renan a Strauss en 1870: «En tiempos como los nuestros, para tener la conciencia tranquila, uno debe poder decirse que no ha rehuido sistemáticamente la vida pública y que tampoco la ha buscado». Las voces y los ecos de aquel pueblo que, según frase atribuida a Napoleón, era «una chusma de aldeanos dirigida por otra chusma de frailes». Un pueblo que gritaba «¡vivan las cadenas!». Y que se desgañitaba reclamando un rey absoluto.
Es turno para el Romanticismo en Inglaterra y en Alemania. Es España su principal escenario romántico en aquel presente y en su pasado más o menos reconstruido al efecto. «¡Oh España, renombrada tierra romántica!», escribió Lord Byron. Puede contemplarse la vida de Rafael del Riego y su contexto en clave de entramado romántico, determinismo estético incluido. Una vez más, la paloma de Alberti se equivocó de tiempo y de espacio. Una vez más, el héroe llamado a traer la libertad en su país fracasaba en el intento, porque todas las fuerzas se conjuraban contra él, entre ellas la propia candidez. Así, hay un título muy expresivo: «Gloriosa vida y desdichada muerte de don Rafael del Riego». Se trata de la biografía escrita por Carmen de Burgos en 1932. Repárese en el año de su publicación.
Cabezas de San Juan, 1 de enero de 1820. Riego proclama la Constitución de 1812. Aquella escoria humana hecha monarca, de nombre Fernando VII, jura la Constitución. Comienza el trienio liberal. Se forma el primer Gobierno, presidido por Pérez de Castro y Argí¼elles. El heredero de Carlos IV le dedicó a este primer Ejecutivo una expresión tan cariñosa como Gobierno de presidiarios. A finales de agosto de 1820, Riego entra triunfante en Madrid. Empieza aquí una disputa dentro de los liberales, entre exaltados, a los que se adscribe Riego, frente a moderados como Agustín Argí¼elles. El Gobierno destituye a Riego como capitán general de Galicia, y lo envía a Asturias. En 1822 es elegido diputado por Asturias. Y recibe el nombramiento de presidente de las Cortes. En ese momento había hecho ya las paces con Argí¼elles.
El 7 de abril de 1823 tiene lugar la invasión del Ejército francés, al que se le denominó «Los cien mil hijos de San Luis». Sarcástica la historia del patriotismo español de la derecha más rancia, cuando es inveterada la costumbre desde Fernando VII llamar a tropas extranjeras contra los propios compatriotas. Como consecuencia de esa invasión el ilustre personaje de Tuña tomará una medida que le acabaría costando la vida: inhabilitar al rey y ordenar el traslado de la familia real de Sevilla a Cádiz. Para mayor conocimiento de este momento histórico, Galdós en el capítulo XXIV de su episodio «Los cien mil hijos de San Luis» escribió: «En otra parte, al ver al rey sistemáticamente contrario a la representación nacional, hubiéranle cortado la cabeza: aquí le privaron temporalmente del uso de la razón, diciendo: señor, vuestro deseo de esperar aquí a los franceses nos prueba que estáis loco. Con arreglo a la Constitución, declaramos que sois digno de un manicomio y de perder la autoridad real. Vámonos a Cádiz, y cuando estemos allí os adornaremos de nuevo con vuestra cabal razón». Veamos estas palabras del capítulo XI del mismo libro: «Las personas influyentes de la Restauración deseaban para Francia una monarquía templada y constitucional, fundada en el orden, y para España, el absolutismo puro. Con tal de que en Francia hubiera tolerancia y filosofía, no les importaba que en España tuviéramos frailes e Inquisición».
Baroja lo intuyó con lucidez: «El himno de Riego es callejero, alegre y saltarín… Está empapado en los héroes del liberalismo». Unamuno, por una vez, viene a coincidir con su paisano y coetáneo: «Para muchos en España, Riego es el himno de Riego. Un hombre que lo fue de carne y hueso y sangre y alma que se ha convertido en un himno».
El pasado 7 de noviembre, a los 180 años de aquel imperdonable asesinato, el Ateneo Republicano de Asturias rindió homenaje al hombre que se convirtió en el principal símbolo de las libertades. En Tuña, volvió a oírse su himno, clamor vivo de los grandes liberales españoles, que muchos seguimos haciendo nuestro.