El juicio de Burgos

La ironí­a de la situación estaba en que, mientras se esperaba poder cortejar a Europa para obtener sus favores, el retorno reflejo a un terrorismo de estado habí­a horrorizado, sin más, a la opinión pública internacional y habí­a aumentado el aislamiento exterior del régimen. El ciclo de desunión del régimen, cohesión de la oposición y repulsa mundial quedó subrayado gráficamente por los procesos de Burgos. El gobierno, que esperaba obtener cierto prestigio de los procesos de dieciséis activistas de ETA, los anunció con antelación. Pero esto produjo una situación explosiva, que se tradujo en un mes cargado de marchas, manifestaciones de protesta y violentos choques con la policí­a.

Además del asesinato de un policí­a secreto acusado de torturar a los detenidos, ETA habí­a organizado una serie de robos y atracos que le habí­an proporcionado varios millones de pesetas.

En 1970, habí­a casi trescientos nacionalistas vascos detenidos. Para llamar la atención sobre sus reivindicaciones y sobre los próximos procesos de Burgos, el 1 de diciembre de 1970 un comando de ETA secuestró a Eugen Beihl, cónsul de Alemania Federal en San Sebastián, y anunció que su suerte dependerí­a de la suerte de los seis etarras sobre los que pendí­an sentencias de muerte en el proceso de Burgos. Mientras se efectuaban frenéticas investigaciones, las autoridades de Alemania Federal, paí­s de importantes proveedores, clientes e inversores en España, comenzaron a ejercer presiones para que las sentencias de muerte no se llevasen a cabo. Estaba claro que, en caso contrario, habrí­a sanciones económicas. Así­, ya antes de comenzar, al proceso se le habí­an limado los colmillos.

Sea como sea, el juicio fue llevado con considerable incompetencia. Los oficiales encargados del juicio vieron en él una oportunidad para conseguir una forma de promoción personal asestando un tremendo golpe a la organización ETA. Así­ convirtieron el juicio en juicio colectivo, juntando en uno solo los dieciséis casos individuales. No fueron capaces de ver que haciendo esto centraban la atención mundial sobre las aspiraciones vascas, compartidas por todos los acusados, en vez de concentrarla en las presuntas actividades terroristas de algunos de ellos.

La opinión mundial fue movilizada fácilmente en contra del juicio. El régimen ya no podí­a volverse atrás sin sufrir una fuerte humillación. En cualquier circunstancia, la respuesta instintiva del régimen ante toda oposición solí­a ser la de endurecer sus posiciones, confiando en que sus farsas judiciales podí­a, por lo general, celebrarse sin publicidad. En este caso, el juicio de Burgos fue uno de los más largos celebrados durante la dictadura, y se convirtió en un proceso al propio régimen tanto por parte de los etarras acusados como de la prensa mundial.

Que esto fuese así­ era la demostración de la poca habilidad del régimen, especialmente respecto del creciente enfrentamiento con la Iglesia. El disgusto, esperado, de los eclesiásticos por un juicio así­ se vio reforzado por el hecho de que dos de los acusados eran curas vascos. Los términos del Concordato permití­a que un juicio así­ se celebrara a puerta cerrada, por lo que los obispos de las provincia vascas iniciaron una largar batalla para que el juicio se celebrara públicamente.

El 22 de noviembre, el obispo Cirarda, de Bilbao, y el de San Sebastián, Argaya, publicaron una carta pastoral, leí­da en todas las iglesias de Guipúzcoa y Vizcaya, en la que condenaban el procedimiento judicial y la aplicación dela Ley de bandidaje y Terrorismo, de reciente reintroducción. Pedí­an clemencia, asimismo, para todos los acusados que pudieran ser condenados a muerte. El Gobierno reaccionó furiosamente, acusando a los obispos de instigadores polí­ticos y de prejuzgar un asunto que estava sub iudice.

La carta de los obispos habí­a condenado toda violencia, viniese de donde viniese. Y ello provocó airados ataques contra la iglesia por parte de la prensa falangista. El clero fue acusado de injerencia en asuntos temporales, lo que no habí­a incomodado al régimen cuando los curas predicaban el franquismo desde los púlpitos en los años cuarenta. El Ministerio de Justicia justificaba la violencia institucionalizada del estado como legí­tima defensa de la autoridad. Numerosos curas estaban profundamente descontentos, en especial porque se esperaba de ellos que se comprometiesen dando su bendición moral a un régimen cuyos actos consideraban cada vez menos defendibles, en particular cuando se dirigí­an contra ellos mismos. La Conferencia Episcopal, reunida en sesión plenaria en Madrid, hizo una declaración en la que apoyaba a monseñor Cirarda y a monseñor Argaya, reiterando sus peticiones de gracia.

La actitud de la Iglesia proporcionó un formidable espaldarazo moral a las fuerza antifranquistas. Los sindicatos y partidos clandestinos estaban preparando ya, en efecto, un operación de propaganda contra el régimen. El 30 de noviembre se produjo una manifestación masiva contra Franco en Barcelona: 3.000 estudiantes se manifestaron marchando por Las Ramblas, destrozando automóviles y rompiendo escaparates. En Tarrasa, otros 4.000 chocaron con la policí­a. El régimen tení­a dificultades para comprender que la causa de los vascos despertaba simpatí­as con el resto de España o que el juicio sólo traerí­a un desprecio generalizado. Cuando el juicio se inició el 3 de diciembre, lo hizo sobre un trasfondo de huelgas y manifestaciones callejeras organizadas por ETA, por los sindicatos y partidos polí­ticos ilegales en solidaridad con los dieciséis acusados. Dos manifestantes acabaron muertos por la policí­a. El 4 de diciembre, el gabinete se reunió en sesión extraordinaria y decretó el estado de excepción para Guipúzcoa por tres meses, con registros domiciliarios, detenciones indefinidas, prohibición y censura del correo normal durante toda la duración del juicio.

El 6 de diciembre, el primer acusado hizo su primera declaración. Ante el asombro de todos los asistentes, el presidente del Tribunal, coronel Ordovás, permitió que el acusado expusiese con todo detalle las torturas a que habí­a sido sometido por la policí­a. Los tres acusados siguientes hicieron otro tanto. Una exposición tan abierta de los métodos policiales reflejaba probablemente el desagrado de Ordovás, oficial del ejército regular, por la creciente función represiva atribuida a las Fuerzas Armadas. El 7 de diciembre, el juicio fue aplazado y cuando volvió a reanudarse estaba claro que se habí­a ordenado a Ordovás que pusiese fin a las revelaciones sobre la brutalidad de la policí­a. La sesión del 9 de diciembre terminó caóticamente. El último acusado saltó fuera de la barra de testigos y cogió un hacha, que estaba allí­ como prueba, y los otros quince, esposados todos juntos, arremetieron contra sus guardianes. Tras un nuevo aplazamiento, el juicio se reanudó a puerta cerrada. Esa misma noche, las mediada de excepción fueron extendidas a todo el paí­s.

El juicio estaba provocando una grave crisis. La violencia continuó el 9 y 10 de diciembre, con choques entre la policí­a y los manifestantes en Madrid, Barcelona, Bilbao, Oviedo, Sevilla y Pamplona. El dí­a 12 de diciembre, 300 artistas e intelectuales catalanes se encerraron el la abadí­a de Montserrat y lanzaron un manifiesto en el que pedí­an la amnistí­a polí­tica, libertades democráticas y el derecho a la autodeterminación regional. La ocupación finalizó el 14, pues los manifestantes temieron que el abad y los monjes sufrieran las represalias gubernamentales. Sin embargo, dí­as después, el abad, dom. Cassiá Just, declaraba en Le Monde que la iglesia no se asociarí­a a un régimen que condenaba al pueblo, incluidos los católicos, por el único crimen de oponerse a Franco.

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