«Salía de clase para acercar la comida a mi padre a su trabajo en la mina»
Eran unos niños que no acababan de calibrar los acontecimientos a su alrededor. No veían nada raro en esconderse en el refugio durante semanas para escapar de los bombardeos, acudir a recoger la hogaza de pan del racionamiento, entrar a trabajar en la mina en la adolescencia o caminar kilómetros para ir a la escuela. «Como les ocurrirá ahora con lo que rodea al coronavirus, lo interiorizan como normal». Así equiparaba el ayer y el hoy Josefina, una de las doce personas residentes en Galdames que han prestado su testimonio para el cuarto libro sobre la memoria histórica de la localidad, relativo a la infancia, que el Ayuntamiento ha regalado a la ciudadanía por Navidad. También hay ejemplares a la venta en el edificio consistorial por diez euros.
El frontón del barrio San Pedro se llenó del calor del homenaje a la fortaleza de tantos vecinos que sobrevivieron en un contexto de necesidades en una sociedad tocada por el conflicto y la dictadura que le siguió. Más listos que el hambre alude al toque de inocencia y picaresca que lleva a los protagonistas a recordar aquellos años con cariño pese a todo. «Siempre intentamos dotar al título con un carácter descriptivo», indicó Marta Zaldibar, de la empresa Novélame que ha recorrido el municipio realizando entrevistas para esta y las anteriores publicaciones. Agradeció al Consistorio «la sensibilidad de trabajar en este terreno» permitiendo «que acudamos directamente a las fuentes, a quienes crecieron entre los años treinta y cincuenta» y también a docentes.
Muchos experimentaron en primera persona el choque entre la República y la dictadura de Franco. De «la alfabetización, la apuesta por una educación gratuita, mixta y laica que ofrecía oportunidades a las niñas al contrario de lo que había ocurrido hasta entonces, la inversión en más medios y más escuelas –en aquella época se construyeron 27.000 en toda España–» a que «ese reformismo se desmoronara en poco tiempo» con el triunfo militar de los golpistas. Aplicaron la máxima de «la letra con sangre entra, las mujeres ya estaban predestinadas a convertirse en el centro del hogar, así que su papel se limitaba a aprender a cocinar o coser, quedarse en casa hasta casarse o servir en las residencias de familias pudientes, hemos localizado casos de niñas enviadas a servir con seis años». Ellos hallaban acomodo en la mina, fábricas o el seminario, que se presentaba como «una opción de cursar estudios superiores». Y con el sesgo ideológico que trataban de inculcar a la fuerza en los numerosos centros educativos diseminados por los dispersos barrios de Galdames.
Escuela y ermita Casilda estudió en La Elvira, una de las escuelas que se desarrolló ligada a la mina, a la que asistían mayoritariamente hijos de los trabajadores. Antes de ir a clase «recogía el pan del racionamiento». A mediodía abandonaba el aula «para acercar la comida a su padre en la explotación «en El Sauco o la cueva de La Magdalena» en trayectos de más de media hora a veces atravesando planos inclinados, comía ella y regresaba al colegio. En febrero de 1941 un temporal con vientos huracanados como no se ha vuelto a repetir arrancó el tejado de la ermita. La solución, trasladar las imágenes y el altar a la escuela. Una combinación cuanto menos peculiar con los pupitres y la fotografía de Franco que no podía faltar. Casilda nunca olvidará el día en que un inspector preguntó a una amiga suya la identidad de ese señor y ella respondió que Su Santidad, el Obispo de Roma. La profesora «se quedó blanca» y la niña «hasta se orinó encima asustada por sus chillidos» cuando el visitante ya se había marchado.
El fenómeno de escuela ermita se repitió en El Cerco, aunque en ese caso no convivían con los instrumentos litúrgicos, sino que «los viernes lo preparábamos todo para las misas y el lunes lo recogíamos», rememora Mariví, alumna en la época. Desde clase «veíamos circular el ferrocarril de La Galdames –que transportaba mineral– y cómo los ganaderos corrían a apartar a los rebaños y los burros para evitar atropellos». Hacían sus necesidades «en las campas» en ausencia de retretes y jugaban a combinar flores rojas y amarillas para adornar los oficios religiosos ante el estupor de una de sus maestras, «pero como no nos decía por qué estaba mal tardamos en comprender» que se trataba de los colores de la bandera española que debían izar a diario.
Otros docentes también dejaron una profunda huella. Don César recaló en Galdames «represaliado como castigo por sus pensamientos políticos» contó uno de sus pupilos, Eugenio Altazubiaga, apuntando a «la cantidad de ingenieros y maestros que venían a que él les preparara para examinarse». Begoña evoca cómo en la escuela de Las Ribas al final de curso «venía a vernos la familia Oraa, entre ellos Félix, que llegó a presidir el Athletic Club de Bilbao». Descendían «de la familia De la Sota de Sopuerta, indianos que contribuyeron a construir el Ensanche de Bilbao y mecenas del centro educativo de Las Ribas: un poco más moderno con aula mixta, frontón y muy bien equipado de medios para impartir la enseñanza», apuntó Marta Zaldibar.
Isi perdió un brazo en un accidente a los diez años y aprendió a manejarse con la mano izquierda, Josefina vivió casi un mes en un túnel para protegerse de los ataques aéreos de la Guerra Civil, Tomás empezó a trabajar a los 13 años… Y esbozaron una sonrisa al echar la vista atrás. Como Albino, uno de los últimos maestros de estas escuelas de barriada en los años setenta. «A todos ellos y ellas, gracias», transmitió la edil de Cultura, Nagore Orella.
Tomado de www.deia.eus