El gran complot de la reina María Cristina de Borbón

Desde pequeñas, Luisa Fernanda e Isabel de Borbón, hijas del rey Fernando VII y de su sobrina carnal María Cristina de Nápoles, sufrieron el distanciamiento de su madre, casada al principio en secreto con un ciudadano cualquiera: el guardia de corps Agustín Fernando Muñoz. Las dos hermanitas crecieron así juntas, convirtiéndose en cómplices de numerosas confidencias. De ojos azules y algo rolliza, Isabel era muy sociable, alegre y apasionada; Luisa Fernanda, en cambio, tenía la mirada oscura y era tímida y retraída, con una tendencia innata a la sumisión, como si presintiese ya desde el principio que sería siempre la «infanta suplente».

El 17 de octubre de 1840, a las seis y media de la mañana, partió su madre y ya exregente María Cristina del puerto de Valencia a bordo del vapor Mercurio, iniciando su primer exilio de casi cuatro años alejada de su patria y de sus hijas. A su llegada a la localidad francesa de Port-Vendres, donde se puso bajo la protección de Luis Felipe I de Francia, escribió esta carta al nuevo regente Espartero: «Anoche he llegado a este punto, después de una navegación muy feliz, y no puedo menos de decirte que el capitán, su segundo y los encargados del consignatario se han comportado muy bien […] Mucho deseo tener noticias de mis muy queridas hijas, y del país por quien tanto me intereso; en estos objetos siempre pienso, y mi corazón está con ellos. A todos tus compañeros dirás muchas cosas en mi nombre, y tú cree en el aprecio que te tiene, María Cristina».

¿Cómo pudo una madre abandonar de tal modo a dos criaturas indefensas de diez y siete años a las que no volvió a ver hasta pisar de nuevo tierra española, el día 4 de abril de 1844, declarada ya la mayoría de edad de Isabel II? Por tres razones: el daño irreparable que supuso para ella la publicidad de su matrimonio morganático con Muñoz; la necesidad de criar en París a cinco de los ocho hijos nacidos hasta entonces de su relación con el guardia de corps, y su deseo de que Isabel II reinase en España. El general Baldomero Espartero, conde de Luchana, convertido en ídolo nacional por sus brillantes victorias en la primera guerra carlista, ocupó la regencia del reino, encargando la tutoría de Isabel y Luisa Fernanda al diputado asturiano Agustín Argüelles. Pero la soberana expatriada contaba con numerosos partidarios que conspiraron desde la política para devolverle la regencia, como Martínez de la Rosa, Cea Bermúdez o Donoso Cortés.

Al mismo tiempo, en los cuarteles, los cerebros de la conjura eran los generales Narváez, Diego de León y Manuel Gutiérrez de la Concha y Fulgosio, secundados por el marino Montes de Oca. O’Donnell iniciaría el movimiento en Navarra; Borso le apoyó en Zaragoza; de Andalucía se encargó Narváez; en el norte se sublevaría Montes de Oca; y, en Madrid, la acción quedaría a merced de León, Concha, Fulgosio, Pezuela y otros jefes adictos a la causa de María Cristina. El alzamiento no le salió gratis a la depuesta regente, que puso a disposición de los rebeldes nada menos que ocho millones de reales. La misión más audaz corrió a cargo de los sublevados de Madrid, que planearon asaltar el Palacio Real, apoderarse de la reina niña y de su hermana Luisa Fernanda, y de proclamar la regencia de María Cristina.

Ojos al descubierto

La noche del 7 de octubre de 1841, los heroicos tenientes Gobernado y Manuel Boria, a la cabeza de varios soldados, invadieron las escaleras del Alcázar ayudados por los generales. Pero los alabarderos comandados por Domingo Dulce y Barrientos lograron rechazar a los sediciosos tras una lucha enconada. Concha, Pezuela y Fulgosio, vestido de levita, sin más insignia militar que el fajín, huyeron por la calle de la Almudena y lograron salir de España. Peor suerte corrió Diego de León, conde de Belascoaín. Perseguido por soldados a quienes había mandado en la guerra civil, fue detenido y condenado a muerte por un consejo de guerra.

Nadie creía que el bizarro teniente general de treinta y tres años, compañero y amigo de Espartero durante la guerra civil, coronado por los laureles de la victoria en las gloriosas jornadas de Villarrobledo y Belascoaín, no mereciese la recompensa del indulto. La reina niña Isabel suplicó al regente que le perdonase, pero éste fue inexorable y cruel. El condenado murió como un valiente, negándose a que le vendasen los ojos y dando él serenamente la voz de fuego al pelotón de fusilamiento.

Tomado de www.larazon.es

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