Si hay una ciudad que pareció emerger de la noche de los tiempos para resucitar y cobrar vida renovada en la modernidad esa es Pompeya que, junto con Herculano y otros lugares cercanos de la Campania, fue borrada de la faz de la tierra por la brutal erupción del Vesubio la noche del 24 de agosto del año 79 de nuestra era. La ciudad, un populoso enclave romano, y sus sorprendidos habitantes quedaron congelados en el tiempo de manera asombrosa. Su redescubrimiento en el siglo XVIII –junto con sus sucesivas y numerosas excavaciones y reconstrucciones– permite que hoy el viajero se convierta en paseante por una antigua ciudad romana y experimente de forma pasmosa las sensaciones de las calles empedradas y la vida cotidiana de la antigüedad. Es como si se hubiera sacado la luz un retazo de la antigua Roma y de su vibrante vida provincial guardado en laboratorio: Pompeya era una tesela más en el enorme mosaico de municipios y colonias que configuraron el paisaje de un imperio eminentemente urbano, como fue el romano de la edad del temprano Principado.
En efecto, Pompeya se convirtió en municipio tras la conquista de la ciudad por las tropas romanas y, como importante nudo de comunicaciones entre la Vía Apia y el mar, experimentó un florecimiento económico entre los siglos I a.C. y I d.C., creando una clase de enriquecidos comerciantes, ya ciudadanos romanos, que gozaban de instituciones que imitaban las de Roma. Hubo algunos preludios al estallido del volcán en el año 62, cuando el historiador Tácito refiere que la ciudad fue en parte destruida por un fuerte terremoto y hubo que emprender trabajos de reparación gracias a la munificencia de ciudadanos adinerados. Sin embargo, según el relato de Plinio el Joven, fue la noche del 24 de agosto del 79 –aunque hay discusión sobre la exactitud de la fecha–, cuando la ciudad sufrió el gran cataclismo que la sumió en el olvido y que, por cierto, costó la vida a su tío Plinio el Viejo, naturalista apasionado.
Cuenta el sobrino en una carta a Tácito (Ep.6, 16): “Una nube, procedente de qué montaña no estaba claro desde aquél lugar (aunque luego se dijo que venía del monte Vesubio), estaba ascendiendo […]. Parecía ora clara y brillante, ora oscura y moteada, según estuviera más o menos impregnada de tierra y ceniza. Este fenómeno le pareció extraordinario a un hombre de la educación y cultura de mi tío, por lo que decidió acercarse más para poder examinarlo mejor”. Sabemos que murió por inhalación de la nube tóxica al investigar el fenómeno. Si es apasionante la historia de Pompeya, la de su redescubrimiento es interesantísima. Aunque ya en 1550 el arquitecto Fontana encontró algunos restos de las ciudades que, como Pompeya y Herculano, se creían perdidas, no fue hasta la llegada del ilustrado rey Carlos VII de Nápoles, más conocido como Carlos III de España, cuando, entre 1759-1788 se iniciaron los trabajos arqueológicos bajo la dirección, entre otros, del aragonés Alcubierre.
Las Colecciones Reales de Madrid de Roma y Nápoles acrecieron desde entonces con los hallazgos del lugar y la excavaciones tuvieron un increíble impacto cultural, como narra Mirella Romero en “Pompeya. Vida, muerte y resurrección de la ciudad sepultada por el Vesubio” (La esfera de los libros 2010). Tras una primera parte sobre “Pompeya en la antigüedad”, la segunda parte se dedica a la posteridad de la ciudad, una suerte de “resurrección” que cambió la historia de las ideas estéticas para siempre y dio carta de naturaleza al neoclasicismo que imperó en todas las grandes capitales europeas.
Pero, ¿cómo era la vida diaria en la ciudad a la sombra del Vesubio? Si hoy impresionan al viajero los templos, bodegas, mercados y prostíbulos, tanto como los moldes de los cuerpos de los pompeyanos aterrorizados que se ven en el “jardín de los fugitivos”, tratando de escapar de una muerte cierta, podemos acompañar la visita leyendo a los clásicos latinos de la época, la estupenda novela “Los últimos días de Pompeya” de Edward Bulwer Lytton (1834) o algunas evocaciones modernas de esta fascinante historia. Muy recomendable es, entre ellas, una reciente novedad editorial de Fernando Lillo, titulada “Un día en Pompeya” (Espasa 2020), que vuelve a resucitar la vieja ciudad romana para el público de habla hispana.