LECTURA: Las Sociedades Secretas (siglo XIX)

Junto con las Sociedades Patrióticas, las sociedades secretas fueron otro de los elementos que dejaron sentir su influencia en este periodo liberal. Con todo, no conviene magnificar su importancia, como a veces se ha hecho. La masonerí­a, en cuyo seno se habí­a fraguado la Revolución de 1820, no renunció a jugar su papel en el Trienio a pesar de que ya no era necesaria la clandestinidad de los partidarios de la Constitución para entrar en el juego polí­tico. Lo que sí­ cobró la masonerí­a fue un carácter diferente, pues se convirtió en algo así­ como una plataforma para medrar en la lucha por el poder y por la ocupación de los altos cargos. Alcalá Galiano, aunque no se muestra en sus Memorias muy de acuerdo con su perduración, la justifica por el hecho de que se convirtió en una especie de vigilante de la revolución. En realidad, en el seno de las logias, no sólo se disponí­a el reparto de los puestos públicos sino que hasta se discutí­an cuestiones relativas a los proyectos de ley, a las disposiciones del gobierno y a los cambios en los ministerios.

El mayor número de logias y las más importantes estaban en la capital. Sus nombres simbólicos, como Libertad, Nuevos Numantinos, o Virtud Triunfante, sólo eran superados en pintoresquismo por la denominación de los afiliados, que ocultaban su verdadera identidad con el apelativo de Trajano, Nerón, Aquiles, Tito Livio, Pitágoras o Napoleón. Aunque las noticias que existen sobre la masonerí­a en esta época son vagas y confusas, hay quien afirma que fue Riego el que pasó a ocupar el cargo de Gran Maestre de la masonerí­a en 1821, para sustituir al conde de Montijo que lo habí­a sido hasta entonces. Según Heron Lepper, esa información no es cierta sino que fue más bien producto de la propaganda de finales de siglo que quiso engrandecer a la masonerí­a vinculándola a héroes del pasado. Otras fuentes, recogidas por Comellas, citan a Agustí­n de Argí¼elles como máximo responsable de la masonerí­a española en este momento, pero tampoco lo aseguran con rotundidad. Ferrer Benimeli afirma incluso que ni siquiera el conde de Montijo pudo suceder como Gran Maestre al conde de Aranda en 1789, como se ha repetido con tanta frecuencia.

Más difí­cil aún resulta precisar el número de masones existentes en España en estos años. Comellas se limita a afirmar que debió haber varios miles, algunos muy conocidos, como Flórez Estrada, Quiroga, Arco Agí¼ero, Ballesteros, San Miguel, Agustí­n de Argí¼elles o Cayetano Valdés, y reconoce su peso y su participación fundamental en los negocios polí­ticos. Sin embargo, algunos de estos nombres sólo accedieron a la masonerí­a hasta finales de 1820 o comienzos de 1821, sobre todo aquellos de la primera generación liberal que habí­an participado en las reuniones de las Cortes de Cádiz. Eso provocó una escisión en la masonerí­a, pues los jóvenes que hasta entonces habí­an dominado las logias se vieron desplazados por los elementos de mayor peso y categorí­a. Así­ pues, estos jóvenes masones crearon una sociedad secreta nueva, más radical, más abierta, más netamente española y también más popular y, por lo mismo, menos secreta. La sociedad de Los comuneros -que así­ se llamó-, no se organizó hasta febrero de 1821, pero la escisión vení­a ya del verano del año anterior. Pronto creció el número de sus afiliados, que llegó a alcanzar la cifra de los 60.000. Su ideario, aunque extremista, nunca llegó a ser republicano. Su fidelidad a la Constitución de 1812 y al sistema polí­tico de la monarquí­a estaba fuera de toda sospecha. Hubo, eso sí­, otras sociedades secretas en España por aquellos años, cuya procedencia y aspiraciones pudieron confundirse con planteamientos polí­ticos más radicales. Tales podí­an ser los carbonarios, cuyo origen se remontaba a la Italia medieval y que se habí­an convertido en adalides de la independencia italiana y de la unidad de aquella pení­nsula. Su internacionalismo en la lucha por las libertades y en contra de la Santa Alianza les llevó a extenderse por la Francia de la Restauración, donde jugaron un papel importante en la oposición contra la Monarquí­a de Luis XVIII, y también por España, sobre todo a partir de la llegada de algunos refugiados polí­ticos napolitanos, como D’Atelis y Pacchiarotti. No obstante, los carbonarios no arraigaron en nuestro paí­s y las pocas ventas, como se llamaban sus células, que se crearon estaban integradas en su mayor parte por extranjeros.

Las sociedades secretas formaban parte del ambiente polí­tico que se respiraba en la Europa de estos años. El espí­ritu sedicioso de la época, el deseo de misterio y ocultamiento, hacen que estas sociedades proliferen de una manera extraordinaria en otros paí­ses además de España, como Francia, Italia o Alemania. Se ha comprobado, incluso, cómo los revolucionarios españoles mantení­an contactos con los franceses a través de las sociedades secretas y se apoyaban en sus aspiraciones de implantar un régimen liberal cuando las fuerzas conservadoras eran las que estaban en el poder. Incluso, esta corriente afectó a los propios realistas, quienes también organizaron sus propias sociedades secretas para luchar contra los liberales desde la oposición.

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