BIOGRAFíA: Leovigildo

En los dos siglos y cuarto de dominio visigodo en España, nadie más valorado y temido por sus contemporáneos que Leovigildo. Aunque fue el último de los reyes arrianos, su nombre es celebrado por Isidoro de Sevilla, la gran figura de los católicos antes de la invasión musulmana. Aunque mandó matar a su hijo Hermenegildo, rebelde y católico, los historiadores de la época de su otro hijo, Recaredo, convertido al catolicismo, valoran más al padre asesino que al hijo asesinado. Sólo mucho tiempo después, cuando ya la memoria de ambos se habí­a borrado, San Hermenegildo, mártir, se impuso a Leovigildo.

Fue el primer visigodo que quiso ser rey al modo bizantino, es decir, romano, para lo cual empezó a vestirse de modo diferente; mejoró sustancialmente el código de Eurico, primero de los godos en España, anulando la ley que prohibí­a los matrimonios entre godos y romanos; acuñó moneda con su efigie y la de sus hijos; restableció las finanzas; unificó casi totalmente la Pení­nsula en torno a Mérida y Toledo tras derrotar a todo el mundo, dentro y fuera de sus fronteras; en fin, a su muerte, en el 586, España era otra.

Los visigodos tení­an una monarquí­a electiva. Al morir el rey, se elegí­a sucesor entre los nobles, lo que producí­a el morbo gótico, un regicidio permanente. Cuando Liuva, duque de Septimania, fue elegido rey al morir Atanagildo, asoció al trono a su hermano menor Leovigildo. Este se casó con la viuda de Atanagildo, Gosuinda, y al morir Liuva, en el 572, asoció al trono a sus hijos Hermenegildo y Recaredo, fruto de un matrimonio anterior, pero sin partir el reino. Sin duda pensaba ya en la reunificación territorial, polí­tica y religiosa de la antigua Hispania. Un trabajo digno de Hércules.

La Pení­nsula tení­a un reino central visigodo, con sede en Toledo, que dominaba el conjunto, pero existí­a también al noroeste, en la Galicia actual, el reino de los suevos; al norte, los astures, cántabros y vascones, siempre prestos al saqueo; y al sureste el reino bizantino, con el que el Imperio Romano de Oriente mantení­a un pie en la Pení­nsula a la espera de reconquistar la provincia romana de Hispania. En los tres frentes combatió Leovigildo victoriosamente: empezó atacando los dominios bizantinos, reduciéndolos a una franja costera de Cádiz a Denia, dominada desde las cumbres orientales de la Bética hasta las más occidentales de la Penibética. Luego derrotó en diversas campañas a cántabros, astures y vascones y, al final de su reinado, en el 585, llegó el mayor éxito: la conquista del reino suevo.

También combatió fuera de las fronteras peninsulares. En la Septimania, que iba desde los Pirineos hasta el Ródano, con capital en Narbona y que pertenecí­a también al reino visigodo, combatió con éxito a los francos. Mantuvo definitivamente fuera de juego a los ostrogodos, que desde su temprana y sólida hegemoní­a en Italia habí­an aspirado unos años atrás, reinando Teodorico, a controlar la agitada pení­nsula Ibérica. Su lucha contra los borgoñones la llevó a cabo además por medio de su hijo menor Recaredo, con lo que impidió el florecimiento de intrigas sucesorias y facilitó la creación de una dinastí­a familiar. Sin embargo, todo lo que ganó hacia afuera tuvo que invertirlo en la más feroz de las luchas internas que padeció el reino: la guerra civil contra su hijo mayor Hermenegildo, entre los años 580-584.

Esta guerra ilustra bien las dificultades que afrontó el rey visigodo en los aspectos étnico, religioso y polí­tico. Habí­a dos etnias en los dominios de Hispania, la visigoda y la hispanorromana, desde que a finales del siglo V los visigodos entraran en la Pení­nsula tras la caí­da de Roma. La visigoda, aunque minoritaria, era la dominante en lo militar y polí­tico y pretendí­a mantener el sistema administrativo del Imperio Romano, manteniéndose apartada de la etnia mayoritaria, la hispanorromana, sometida a los godos.

Sin embargo, desde que el reino de Tolosa fue aniquilado por los francos, los visigodos fueron limitándose geográficamente a la Pení­nsula, y en la cuarta generación, que era la de Leovigildo, su horizonte vital e histórico les llevaba a una confluencia o pacto con los romanos, puesto que hispanos lo eran todos.

Habí­a un obstáculo esencial entre las dos etnias, que era la religión. Los visigodos habí­an sido convertidos al cristianismo en el siglo IV por Ulfila, que era un seguidor de Arrio. Y los arrianos no aceptaban que Cristo, como Hijo, fuera Dios y de la misma naturaleza que el Padre, sino creado de la nada por el Dios único. Tampoco la Virgen Marí­a podí­a ser, por tanto, la Madre de Dios. Y el Espí­ritu Santo no podí­a formar una divinidad triangular si se negaba la categorí­a divina a uno de los otros dos vértices.

Sin embargo, los arrianos se veí­an arrinconados en su monoteí­smo por los judí­os y en su aceptación de Cristo por los católicos. Sobreviví­an como religión étnica, como signo de identificación visigodo frente a los hispanorromanos, pero con problemas teológicos continuos y soportando la rivalidad de las iglesias católicas de la mayorí­a de la población. Aunque el africano Arrio, como recuerda Pedro R. Santidrián en su Diccionario de pensadores cristianos, pertenecí­a a la escuela teológica racionalista de Antioquí­a, los arrianos se encontraban en España con un problema más racional que teológico: el de la convivencia forzosa de dos ramas del cristianismo en un territorio donde el paganismo popular seguí­a siendo muy fuerte y provocaba una notable indiferencia religiosa.

Leovigildo no persiguió seriamente a los católicos hasta que estalló la guerra con Hermenegildo y, después de ganarla, se aproximó desde el arrianismo a la que, al cabo, era la confesión cristiana mayoritaria del paí­s. Era un proceso lógico de identificación que empezó antes de Leovigildo y culminó después, en el que la clave fue esa guerra civil, ganada por los arrianos pero a un coste tan alto que preparó el triunfo final de los católicos.

Con la idea lógica de crear una dinastí­a familiar, Leovigildo habí­a asociado al trono a Hermenegildo, y lo envió como duque a la Bética en el 579, mientras Recaredo marchaba a luchar contra Guntrán de Borgoña en la Septimania. Su primogénito estaba casado con la princesa franca y católica Ingunda, que a pesar de ser sólo adolescente resistió como una roca todas las presiones de la esposa de Leovigildo, Gosuinda, para bautizarse como arriana. La hizo encerrar, golpear, arrastrar y sumergir en un estanque lleno de peces, pero no consiguió nada. Y cuando Hermenegildo llegó a Sevilla, bajo la influencia del obispo católico Leandro y de Ingunda, además de su propia ambición, se bautizó católico, se proclamó rey, acuñó moneda con su propia efigie, consiguió muchos apoyos y trató de matar a su padre. Dos años tardó Leovigildo en aceptar la guerra, y eso después de reunir en Toledo a los obispos arrianos en 580, respaldado siempre por Recaredo. Pronto recuperó Mérida, devolvió sus iglesias y rentas a los arrianos, sobornó a los bizantinos aliados de Hermenegildo y, después de largas y destructivas campañas, tomó Sevilla y capturó al rebelde en el 584. Un año después, en Tarragona, lo mandó asesinar tras ofrecerle volver al arrianismo. No quiso y un tal Sisberto le cortó el cuello.

Los tumultuosos sí­nodos de obispos arrianos, las dificultades en la conversión de los vencidos suevos al arrianismo, así­ como su posible convicción de que los fuertes apoyos que habí­a encontrado Hermenegildo podrí­an reproducir una y otra vez la guerra civil, le llevaron a proponer a los católicos una especia de pacto teológico, por el que aceptaba la divinidad del Hijo aunque no la del Espí­ritu Santo, según cuenta E.A. Thompson en su interesante obra Los godos en España. Este término medio entre arrianismo y catolicismo, llamado herejí­a macedónica, fracasó, aunque atrajo al arrianismo a muchos católicos deseosos de una paz entre cristianos.

Se dice que, atormentado por los remordimientos, se bautizó en secreto y recomendó lo mismo a su hijo Recaredo, pero no es probable. Seguramente fue el último rey visigodo que mantuvo la fe arriana, siquiera como instrumento polí­tico, pero también el que consiguió la unificación del reino, propició el acercamiento de las dos etnias hispanas y con sus logros polí­ticos y fracasos religiosos convenció a los poderosos de que la paz pasaba por la conversión de los godos al catolicismo.

Así­ sucedió, pero Leovigildo no llegó a verlo. Los frutos de su reinado los recogió en el 587 Recaredo, el rey más importante de los visigodos, según lo vemos hoy. Entonces se veí­a distinto. Para sus contemporáneos, era sólo el hijo pequeño de Leovigildo.

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