Los estamentos no privilegiados: la sociedad rural y la urbana
Posiblemente sea en este estamento, de composición muy heterogénea, donde más claramente se perciba la insuficiencia de la sociedad estamental para aglutinar a los nuevos grupos sociales que empezaban a manifestarse con pujanza, gracias a las nuevas formas de riqueza, despegadas de los rendimientos de la tierra, en las que la burguesía se llevaba la parte del león.
Al estado general o llano pertenecía el 90% de la población; a su vez, los campesinos ocupaban el 90% de este sector, frente a poco más del 10% de la población urbana. Pero las diferencias eran, como decimos, muy considerables dentro de estos mismos grupos.
A) En primer lugar, existen las diferencias derivadas de la división del territorio en tierras de realengo y de señorío, alcanzando estas últimas casi la mitad de todo el conjunto. La situación de los campesinos residentes en las segundas seguía siendo, de forma general, bastante más dura que la de las zonas de realengo; la dureza se acentuaba en el caso de las tierras señoriales de Valencia y de Aragón, a pesar del alivio que habían supuesto las reformas de Felipe V. Muy distintas eran las condiciones de vida del campesinado catalán, debido, sobre todo, a los contratos a largo plazo allí existentes, lo que permitió que el alza de precios agrícolas experimentada a lo largo de la centuria beneficiara directamente al cultivador de la tierra. Lo mismo puede afirmarse del campesinado vasco, así como de los habitantes de las zonas rurales privilegiadas (comarcas hortícolas de Valencia, Murcia o Andalucía oriental).
No obstante, en la mayor parte del agro español imperaba el descontento ante situaciones económicas insostenibles. Las causas eran distintas de unas regiones a otras; por ejemplo, en la meseta Norte, donde abundaban los propietarios de pequeñas parcelas que resultaban totalmente insuficientes en los años de malas cosechas, los problemas eran diferentes a los que existían en Galicia, donde se unía el gran número de señoríos a la excesiva parcelación del minifundio para impedir una expansión agraria que liberase al campesino gallego de no pocas servidumbres.
Ahora bien, era en La Mancha, en Extremadura y, sobre todo, en Andalucía, donde el modo de vida de los habitantes del campo presentaba las situaciones de injusticia y desigualdad más hirientes. Poco pudieron aliviar las medidas ilustradas en unas comarcas en las que la existencia de grandes explotaciones agrarias y de latifundios determinaba la vinculación de la mano de obra asalariada a un régimen de trabajo en el que el paro estacional provocaba situaciones extremas. Y además, cuando la mano de obra abundaba se imponía la ley de la oferta y la demanda y se llegaba a jornales que no permitían ni aún la más mísera subsistencia. En cambio, si dicha ley jugaba a favor de los jornaleros, las oligarquías locales trataban, y muchas veces conseguían, establecer tasas de jornales.
Entre la población rural cabe, por tanto, distinguir entre los jornaleros (asalariados sin tierra, cuyo número aumenta a medida que descendemos hacia el Sur y que constituyen, en conjunto, el grupo más numeroso de todos); en el otro extremo del arco están los labradores y grandes campesinos, poseedores o arrendatarios de tierras en cantidad suficiente para una holgada existencia, y entre ambos extremos, un campesinado intermedio difícil de definir por sus imprecisos contornos y sus variadas y desiguales posibilidades. A finales de siglo, había censados en torno a 364.000 propietarios, 507.000 arrendatarios y entre 805.000 y 1.150.000 jornaleros, según los cálculos.
B) En la ciudad había menos efectivos humanos, pero constituían un grupo mucho más heterogéneo. En la cúspide encontramos a un patriciado escaso y diverso, constituido por comerciantes, mercaderes, rentistas, artesanos, funcionarios, profesionales liberales, etc.
Los comerciantes y mercaderes eran a fines de siglo más de 25.000 y entre ellos se distinguía una «gran burguesía» constituida por los comerciantes al por mayor, organizados en Consulados de Comercio, y una «pequeña burguesía», formada por los mercaderes dedicados al comercio al por menor, con los Cuerpos Generales de Comercio como organismos vertebradores.
Cuando el S. XVIII terminaba había censados por categorías 179.829 individuos, de los que los más eran maestros (98.321) y los menos, aprendices (15.274); en medio, los oficiales (66.234), sin perspectivas en una organización gremial que periclitaba por entonces de forma irreversible.
Por sectores, los más numerosos eran los laneros (57.000), seguidos de sastres (33.000) y carpinteros (31.000) y, más alejados, sederos (14.000) y herreros (menos de 12.000). Justamente, en estos efectivos gremiales encontramos los principales efectivos de lo que luego se definiría como clases medias.
En un nivel inferior estaban los trabajadores en los diferentes oficios, el futuro proletariado. De los casi 200.000 trabajadores no agrícolas, censados a fines del siglo, los más numerosos eran los ocupados en la industria textil (más de 100.000), seguidos de los trabajadores en la construcción (más de 50.000).
Por último, en las ciudades encontramos los marginados, pobres, vagos y delincuentes, de límites muy difusos entre ellos, que con frecuencia se confundían con los que vivían dedicados a actividades vergonzantes.
Los grupos que integraban el proletariado urbano fueron los más afectados tanto por las consecuencias derivadas de la inflación como por la continua subida de los precios agrícolas. De este modo en las ciudades españolas del 700 comenzó a existir un núcleo de población cada vez más numeroso, cuyo bajo nivel de vida era propicio a la participación en tumultos y en movimientos de protesta. Si éstos no sucedieron, salvo en contadas ocasiones, las razones principales estuvieron en la ausencia de dirigentes que supieran encauzar este potencial revolucionario y en la falta de un clima apropiado en el que fraguaran actitudes verdaderamente contrarias al Antiguo Régimen, pues no olvidemos que, no obstante existir grupos sociales impregnados de mentalidad burguesa, los mismos suponían auténticas minorías que, de momento, tenían escasas posibilidades de actuación en este terreno.
Una característica nueva de la sociedad española en el S. XVIII fue el fuerte descenso de los contingentes de población procedentes de otros países europeos que residían en nuestro suelo. Esta diferencia con los siglos inmediatamente anteriores estuvo motivada por el fin de la venida de extranjeros que se ocupaban de tareas despreciadas por los españoles. Parece que los inmigrantes llegados durante el S. XVIII eran más cualificados, por lo general, que los inmigrantes de los siglos anteriores, y esta mejora en la calidad hizo posible una asimilación más rápida. Esta representación extranjera se ubicaba preferentemente en ciudades con predominio de actividades comerciales, siendo la comunidad italiana más numerosa que las demás (flamenca, hanseática, inglesa, portuguesa y francesa).
También disminuyó el número de esclavos, que llegaron a convertirse en un capricho suntuario. Otro grupo marginado, el formado por los gitanos, conoció, especialmente en tiempos de Fernando VI, las más severas e inhumanas medidas con el objetivo de lograr su integración con el resto de la comunidad, lo que sólo se consiguió en algunos casos, mientras que el resto, de forma que podría considerarse casi milagrosa, iba a pasar con su ancestral forma de vida a la época contemporánea.
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