LECTURA: Guerras Carlistas 1833-1876

Con el nombre de las Guerras Carlistas se conoce a las tres guerras civiles que tuvieron lugar en España durante el siglo XIX por la sucesión al trono, tras la muerte del rey Fernando VII.

En ellas se enfrentaron, por un lado, los partidarios de los derechos al trono de la hija de Fernando VII, Isabel II, y, por otro, los que defendí­an la lí­nea dinástica encabezada por el hermano de aquél, Carlos Marí­a Isidro de Borbón (el infante Don Carlos) y sus posteriores descendientes. El conflicto, no obstante, fue más complejo que el meramente dinástico aunándose, además, motivos ideológicos (Antiguo Régimen-Liberalismo), económicos (campo-ciudad) y religiosos.

El conflicto se localizó fundamentalmente en la zona de Cataluña, Navarra y el Paí­s Vasco, con ligeras ramificaciones en el interior, y estuvo marcado por la desigualdad de recursos y medios materiales entre uno y otro bando, así­ como por sus distintas simbologí­as y estrategias.

La muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833 fue el inicio de este enfrentamiento entre los denominados isabelinos o cristinos, partidarios de la legitimidad al trono de la regente Marí­a Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y los defensores del infante Don Carlos, los carlistas, que defendí­an la validez de la Ley Sálica por la que las mujeres no podí­an reinar. La primera guerra carlista se desarrolló fundamentalmente en el Paí­s Vasco, Navarra, Pirineo catalán y la zona del Maestrazgo, desde 1833 hasta 1840, y es conocida como la Guerra de los siete años. El conflicto estuvo desnivelado desde un principio debido a la neutralidad de los Estados Pontificios y al apoyo sólo moral de la Santa Alianza (formada por Rusia, Austria y Prusia) a las posiciones carlistas, frente al apoyo decidido de los liberales europeos a la causa isabelina (Cuádruple Alianza formada por Gran Bretaña, Portugal, Francia y España). La escasez económica y armamentí­stica del carlismo y la prolongada duración de la contienda, que enmascaraba los objetivos iniciales de lucha y acentuó los contrastes ideológicos y socioeconómicos de uno y otro campo, evidenciaron las dificultades de una solución negociada del conflicto, además de la demostrada pericia de los militares carlistas, su profundo conocimiento del medio fí­sico en que se desenvolví­a la guerra y la decisiva complicidad de la población civil.

El «¡Viva Carlos V!» pronunciado en Talavera de la Reina el 3 de octubre de 1833 por Manuel Marí­a González, luego detenido y fusilado, se considera el pistoletazo de salida de esta guerra civil. El bando de los carlistas comenzó disperso y poco organizado, hasta la entrada en acción del coronel Tomás de Zumalacárregui, que lo convirtió en un pequeño ejército disciplinado y puso en marcha una efectiva táctica de guerrillas que propició célebres victorias para la causa carlista. Sin embargo, tras la muerte de este caudillo militar, en junio de 1835 se produjo un gran retroceso del bando carlista, plasmado en el desastre de la Expedición Real en su marcha hacia Madrid y en el repliegue en el norte, lo que llevo a la firma del Convenio de Vergara entre Espartero y Rafael Maroto el 31 de agosto de 1839, punto final de las hostilidades en esta zona y a raí­z del cuál Don Carlos se exilió a Francia. La resistencia del militar Ramón Cabrera y Griñó en El Maestrazgo prorrogó la lucha en tierras catalanas hasta mayo de 1840, cuando se consumó la entrada de Espartero en Morella (Castellón) y la retirada de Cabrera hacia la divisoria francesa. El cruce el 4 de julio de esta lí­nea fronteriza por los últimos soldados carlistas supuso el final de esta primera guerra carlista.

Las expectativas frustradas de matrimonio entre Isabel II y Carlos Luis de Borbón y de Braganza, conde de Montemolí­n y primogénito de Don Carlos, propiciaron de nuevo el inicio de la contienda en 1846, en la que se conoce como la segunda guerra carlista o Guerra dels Matiners. Históricamente se ha conocido a los protagonistas de esta guerra como los «madrugadores» (matiners).

En 1847 continuaron las acciones guerrilleras del bando carlista, que contaba con hombres muy preparados al frente como Bartolomé Porredón, más conocido como Ros de Eroles, Benito, Tristany, Juan Castells, Marí§al, etc., logrando incrementar sus efectivos de cuatro a diez mil hombres a raí­z del retorno a Cataluña de Cabrera, apodado «el tigre de El Maestrazgo». Al frente de las filas isabelinas se sucedí­a una sarta de jefes y capitanes generales (Bretón, Manuel Paví­a y Lacy, Manuel Gutiérrez de la Concha y Fernando Fernández de Córdova), que eran incapaces de pacificar el conflicto. La incorporación de elementos progresistas y republicanos a las filas carlistas, al hilo del impacto de las revoluciones de 1848 en el continente europeo, complicó aún más la situación. La abortada venida a España desde Londres del Conde de Montemolí­n, en la primavera de 1849, acabó por disolver los reductos carlistas, que optaron, al igual que Cabrera, por su traslado a Francia, sin quedar rastro de ellos en Cataluña en mayo de 1849.

En 1872 y hasta 1876 las tropas del pretendiente Carlos VII (duque de Madrid) se enfrentaron con las de los sucesivos adeptos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII, en lo que vino a ser la tercera guerra carlista. Cataluña y el Paí­s Vasco fueron los escenarios principales de estas últimas contiendas del que se llamó «ejército de Dios, del trono, de la propiedad y de la familia». Durante estos años se produjeron un sinfí­n de enfrentamientos armados, unas veces favorables a los rebeldes, como las batallas de Estella, Santa Bárbara, Montejurra, Luchana, Desierto y Portugalete, y otras que pusieron en evidencia sus errores, como el sitio de Bilbao, la toma de Cuenca y la marcha hacia Valencia.

En estos años se produjeron varios acontecimientos reseñables como la designación del infante Alfonso Carlos al frente de los combatientes catalanes y la devolución testimonial a este pueblo de sus fueros perdidos, o las atrocidades del cura Manuel Ignacio Santa Cruz, encarcelado por los propios carlistas y cruel excepción que confirma la regla del derramamiento indiscriminado de sangre inocente.Finalmente, la restauración de la Casa de Borbón se produjo en diciembre de 1874 con la subida al trono de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II, demostrando, antes de certificarlo las armas en Cataluña y Navarra, la inutilidad del empeño carlista por acceder a la corona de España.

En febrero de 1876 cuando Carlos VII cruzaba el puente de Arnegui, huyendo de España rumbo al exilio, pronunció su histórico «volver黝, que nunca se llegarí­a a cumplir.

 

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