BIOGRAFíA: Napoléon Bonaparte

Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de la actual Córcega, en una familia numerosa de ocho hermanos, la familia Bonaparte o, con su apellido italianizado, Buonaparte. Cinco de ellos eran varones: José, Napoleón, Lucien, Luis y Jerónimo. Las niñas eran Elisa, Paulina y Carolina. Al amparo de la grandeza de Napolione -así­ lo llamaban en su idioma vernáculo-, todos iban a acumular honores, riqueza, fama y a permitirse asimismo mil locuras. La madre, Marí­a Leticia Ramolino, era una mujer de notable personalidad, a la que Stendhal eligió por su carácter firme y ardiente.

Carlos Marí­a Bonaparte, el padre, siempre con agobios económicos por sus inciertos tanteos en la abogací­a, sobrellevados gracias a la posesión de algunas tierras, demostró tener pocas aptitudes para la vida práctica. Sus dificultades se agravaron al tomar partido por la causa nacionalista de Córcega frente a su nueva metrópoli, Francia; congregados en torno a un héroe nacional, Paoli, los isleños la defendieron con las armas. A tenor de las derrotas de Paoli y la persecución de su bando, la madre de Napoleón tuvo que arrostrar durante sus primeros alumbramientos las incidencias penosas de las huidas por la abrupta isla; de sus trece hijos, sólo sobrevivieron aquellos ocho. Sojuzgada la revuelta, el gobernador francés, conde de Marbeuf, jugó la carta de atraerse a las familias patricias de la isla. Carlos Bonaparte, que religaba sus í­nfulas de pertenencia a la pequeña nobleza con unos antepasados en Toscana, aprovechó la oportunidad, viajó con una recomendación de Marbeuf hacia la metrópoli para acreditarlas y logró que sus dos hijos mayores entraran en calidad de becarios en el Colegio de Autun.

Los méritos escolares de Napoleón en matemáticas, a las que fue muy aficionado y que llegaron a constituir una especie de segunda naturaleza para él -de gran utilidad para su futura especialidad castrense, la artillerí­a-, facilitaron su ingreso en la Escuela Militar de Brienne. De allí­ salió a los diecisiete años con el nombramiento de subteniente y un destino de guarnición en la ciudad de Valence.

Juventud revolucionaria

A poco sobrevino el fallecimiento del padre y, por este motivo, el traslado a Córcega y la baja temporal en el servicio activo. Su agitada etapa juvenil discurrió entre idas y venidas a Francia, nuevos acantonamientos con la tropa, esta vez en Auxonne, la vorágine de la Revolución, cuyas explosiones violentas conoció durante una estancia en Parí­s, y los conflictos independentistas de Córcega. En el agitado enfrentamiento de las banderí­as insulares, Napoleón se creó enemigos irreconciliables, entre ellos el mismo Paoli, al romper éste con la Convención republicana y decantarse el joven oficial por las facciones afrancesadas. La desconfianza hacia los paolistas en la familia Bonaparte se fue trocando en furiosa animadversión. Napoleón se alzó mediante intrigas con la jefatura de la milicia y quiso ametrallar a sus adversarios en las calles de Ajaccio. Pero fracasó y tuvo que huir con los suyos, para escapar al incendio de su casa y a una muerte casi segura a manos de sus enfurecidos compatriotas.

Instalado con su familia en Marsella, malvivió entre grandes penurias económicas que a veces les situaron al borde de la miseria; el horizonte de las disponibilidades familiares solí­a terminar en las casas de empeños, pero los Bonaparte no carecí­an de coraje ni recursos. Marí­a Leticia, la madre, se convirtió en amante de un comerciante acomodado Clary, el hermano José se casó con una hija de éste, Marie Julie, si bien el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée, no prosperó. Con todo, las estrecheces sólo empezaron a remitir cuando un hermano de Robespierre, Agustí­n, le deparó su protección. Consiguió reincorporarse a filas con el grado de capitán y adquirió un amplio renombre con ocasión del asedio de Tolón, en 1793, al sofocar una sublevación contrarrevolucionaria apoyada por los ingleses; el plan de asalto propuesto a unos inexperimentados generales fue suyo, la ejecución también y el éxito infalible.

En reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada, se le destinó a la comandancia general de artillerí­a en el ejército de Italia y viajó en misión especial a Génova. Esos contactos con los Robespierre estuvieron a punto de serle fatales al caer el Terror jacobino, el 9 Termidor, y verse encarcelado por un tiempo en la fortaleza de Antibes, mientras se dilucidaba su sospechosa filiación. Liberado por mediación de otro corso, el comisario de la Convención Salicetti, el joven Napoleón, con veinticuatro años y sin oficio ni beneficio, volvió a empezar en Parí­s, como si partiera de cero.

Encontró un hueco en la sección topográfica del Departamento de Operaciones. Además de las tareas propiamente técnicas, entre mapas, informes y secretos militares, esta oficina posibilitaba el acceso a las altas autoridades civiles que la supervisaban. Y a través de éstas, a los salones donde las maquinaciones polí­ticas y las especulaciones financieras, en el turbio esplendor que habí­a sucedido al implacable moralismo de Robespierre, se entremezclaban con las lides amorosas y la nostalgia por los usos del Antiguo Régimen.

Allí­ encontró a la refinada Josefina Tascher de la Pagerie, de reputación tan brillante como equí­voca, quien colmó también su vací­o sentimental. Era una dama criolla oriunda de la Martinica, que tení­a dos hijos, Hortensia y Eugenio, y cuyo primer marido, el vizconde y general de Beauharnais, habí­a sido guillotinado por los jacobinos. Mucho más tarde Napoleón, que declaraba no haber sentido un afecto profundo por nada ni por nadie, confesarí­a haber amado apasionadamente en su juventud a Josefina, que le llevaba unos cinco años. Entre sus amantes se contaba Barras, el hombre fuerte del Directorio surgido con la nueva Constitución republicana de 1795, quien por entonces andaba a la búsqueda de una espada, según su expresión literal, a la que manejar convenientemente para el repliegue conservador de la república y hurtarlo a las continuas tentativas de golpe de estado de realistas, jacobinos y radicales igualitarios. La elección de Napoleón fue precipitada por una de las temibles insurrecciones de las masas populares de Parí­s, al finalizar 1795, a la que se sumaron los monárquicos con sus propios fines desestabilizadores. Encargado de reprimirla, Napoleón realizó una operación de cerco y aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital anegada en sangre. La Convención se habí­a salvado.

Asegurada la tranquilidad interior por el momento, Barras le encomendó en 1796 dirigir la guerra en uno de los frentes republicanos más desasistidos el de Italia, contra los austrí­acos y piamonteses. Unos dí­as antes de su partida se casó con Josefina en ceremonia civil, pero en su ausencia no pudo evitar que ella volviera a entregarse a Barras y a otros miembros del cí­rculo gubernamental. Celoso y atormentado, terminó por reclamarla imperiosamente a su lado, en el mismo escenario de batalla.

Militar exitoso

Aquel general de veintisiete años transformó unos cuerpos de hombres desarrapados hambrientos y desmoralizados en una formidable máquina bélica que trituró el Piamonte en menos de dos semanas y repelió a los austrí­acos más allá de los Alpes, de victoria en victoria. Sus campañas de Italia pasarí­an a ser materia obligada de estudio en las academias militares durante innúmeras promociones. Tanto o más significativas que sus victorias aplastantes en Lodi, en 1796, en Arcole y Rí­voli, en 1797, fue su reorganización polí­tica de la pení­nsula italiana, que llevó a cabo refundiendo las divisiones seculares y los viejos estados en repúblicas de nuevo cuño dependientes de Francia. El rayo de la guerra se revelaba simultáneamente como el genio de la paz. Lo más inquietante era el carácter autónomo de su gestión: hací­a y deshací­a conforme a sus propios criterios y no según las orientaciones de Parí­s. El Directorio comenzó a irritarse. Cuando Austria se vio forzada a pedir la paz en 1797, ya no era posible un control estricto sobre un caudillo alzado a la categorí­a de héroe legendario.

Napoleón mostraba una amenazadora propensión a ser la espada que ejecuta, el gobierno que administra y la cabeza que planifica y dirige, tres personas en una misma naturaleza de inigualada eficacia. Por ello, el Directorio columbró la posibilidad de alejar esa amenaza aceptando su plan de cortar las rutas vitales del poderí­o británico -las del Mediterráneo y la India- con una expedición a Egipto. Así­, el 19 de mayo de 1798 embarcaba rumbo a Alejandrí­a, y dos meses después, en la batalla de las pirámides, dispersaba a la casta de guerreros mercenarios que explotaban el paí­s en nombre de Turquí­a, los mamelucos, para internarse luego en el desierto sirio. Pero todas sus posibilidades de éxito se vieron colapsadas por la destrucción de la escuadra francesa en Abukir por Nelson, el émulo inglés de Napoleón en los escenarios navales.

El revés lo dejó aislado y consumiéndose de impaciencia ante las fragmentarias noticias que recibí­a de Europa. Allí­ la segunda coalición de las potencias monárquicas habí­a recobrado las conquistas de Italia y la polí­tica interior francesa herví­a de conjuras y candidatos a asaltar un Estado en el que la única fuerza estabilizadora que restaba era el ejército. Por fin se decidió a regresar a Francia en el primer barco que pudo sustraerse al bloqueo de Nelson, recaló de paso en su isla natal y nadie se atrevió a juzgarle por deserción y abandono de sus tropas, mientras subí­a otra vez de Córcega a Parí­s, ahora como héroe indiscutido.

Primer Cónsul

En pocas semanas organizó el golpe de estado del 18 Brumario (según la nueva nomenclatura republicana del calendario: el 9 de noviembre) con la colaboración de su hermano Luciano, el cual le ayudó a disolver la Asamblea Legislativa del Consejo de los Quinientos en la que figuraba como presidente. Era el año de 1799. El golpe barrió al Directorio, a su antiguo protector Barras, a las cámaras a los últimos clubes revolucionarios, a todos los poderes existentes e instauró el Consulado: un gobierno provisional compartido en teorí­a por tres titulares, pero en realidad cobertura de su dictadura absoluta, sancionada por la nueva Constitución napoleónica del año 1800.

Aprobada bajo la consigna de «la Revolución ha terminado», la nueva Constitución restablecí­a el sufragio universal que habí­a recortado la oligarquí­a termidoriana, sucesora de Robespierre. En la práctica, calculados mecanismos institucionales cegaban los cauces efectivos de participación real a los electores, a cambio de darles la libertad de que le ratificasen en entusiásticos plebiscitos. El que validó su ascensión a primer cónsul al cesar la provisionalidad, arrojó menos de dos mil votos negativos entre varios millones de papeletas. Pero Napoleón no se contentó con alargar luego esta dignidad a una duración de diez años, sino que en 1802 la convirtió en vitalicia. Era poco todaví­a para el gran advenedizo que embriagaba a Francia de triunfos después de haber destruido militarmente a la segunda coalición en Marengo, y emprendí­a una deslumbrante reconstrucción interna.

Napoleón, Emperador

La heterogénea oposición a su gobierno fue desmantelada mediante drásticas represiones a derecha e izquierda, a raí­z de fallidos atentados contra su persona; el ejemplo más amedrentador fue el secuestro y ejecución de un prí­ncipe emparentado con los Borbones depuestos, el duque de Enghien, el 20 de marzo de 1804. El corolario de este proceso fue el ofrecimiento que le hizo el Senado al dí­a siguiente de la corona imperial. La ceremonia de coronación se llevó a cabo el 2 de diciembre en Notre Dame, con la asistencia del papa Pí­o VII, aunque Napoleón se ciñó la corona a sí­ mismo y después la impuso a Josefina; el pontí­fice se limitó a pedir que celebrasen un matrimonio religioso, en un sencillo acto que se ocultó celosamente al público. Una nueva Constitución el mismo año afirmó aún más su autoridad omní­moda.

La historia del Imperio es una recapitulación de sus victorias sobre las monarquí­as europeas, aliadas en repetidas coaliciones contra Francia y promovidas en último término por la diplomacia y el oro ingleses. En la batalla de Austerlitz, de 1805, abatió la tercera coalición; en la de Jena, de 1806, anonadó al poderoso reino prusiano y pudo reorganizar todo el mapa de Alemania en la Confederación del Rin, mientras que los rusos eran contenidos en Friendland, en 1807. Al reincidir Austria en la quinta coalición, volvió a destrozarla en Wagram en 1809.

Nada podí­a resistirse a su instrumento de choque, la Grande Armée (el «˜Gran Ejército’), y a su mando operativo, que, en sus propias palabras, equivalí­a a otro ejército invencible. Cientos de miles de cadáveres de todos los bandos pavimentaron estas glorias guerreras. Cientos de miles de soldados supervivientes y sus bien adiestrados funcionarios, esparcieron por Europa los principios de la Revolución francesa. En todas partes los derechos feudales eran abolidos junto con los mil particularismos económicos, aduaneros y corporativos; se creaba un mercado único interior, se implantaba la igualdad jurí­dica y polí­tica según el modelo del Código Civil francés, al que dio nombre -el Código Napoleón, matriz de los derechos occidentales, excepción hecha de los anglosajones-; se secularizaban los bienes eclesiásticos; se establecí­a una administración centralizada y uniforme y la libertad de cultos y de religión, o la libertad de no tener ninguna. Con estas y otras medidas se reemplazaban las desigualdades feudales -basadas en el privilegio y el nacimiento- por las desigualdades burguesas -fundadas en el dinero y la situación en el orden productivo-.

La obra napoleónica, que liberó fundamentalmente la fuerza de trabajo, es el sello de la victoria de la burguesí­a y puede resumirse en una de sus frases: «Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un solo pueblo, y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habrí­a hallado en su patria común». Esta temprana visión unitarista de Europa, quizá la clave de la fascinación que ha ejercido su figura sobre tan diversas corrientes historiográficas y culturales, ignoraba las peculiaridades nacionales en una uniformidad supeditada por lo demás a la égida imperialista de Francia. Así­, una serie de principados y reinos férreamente sujetos, mero glacis defensivo en las fronteras, fueron adjudicados a sus hermanos y generales. El excluido fue Luciano Bonaparte, a resultas de una prolongada ruptura fraternal.

A las numerosas infidelidades conyugales de Josefina durante sus campañas, por lo menos hasta los dí­as de la ascensión al trono, apenas habí­a correspondido Napoleón con algunas aventuras fugaces. í‰stas se trocaron en una relación de corte muy distinto al encontrar en 1806 a la condesa polaca Marí­a Walewska, en una guerra contra los rusos; intermitente, pero largamente mantenido el amor con la condesa, satisfizo una de las ambiciones napoleónicas, tener un hijo, León. Esta ansia de paternidad y de rematar su obra con una legitimidad dinástica se asoció a sus cálculos polí­ticos para empujarle a divorciarse de Josefina y solicitar a una archiduquesa austriaca, Marí­a Luisa, emparentada con uno de los linajes más antiguos del continente.

Sin otro especial relieve que su estirpe, esta princesa cumplió lo que se esperaba del enlace, al dar a luz en 1811 a Napoleón II -de corta y desvaí­da existencia, pues murió en 1832-, proclamado por su padre en sus dos sucesivas abdicaciones, pero que nunca llegó a reinar. Con el tiempo, Marí­a Luisa proporcionó al emperador una secreta amargura al no compartir su caí­da, ya que regresó al lado de sus progenitores, los Habsburgo, con su hijo, y en la corte vienesa se hizo amante de un general austriaco, Neipperg, con quien contrajo matrimonio en segundas nupcias a la muerte de Napoleón.

El ocaso

El año de su matrimonio con Marí­a Luisa, 1810, pareció señalar el cenit napoleónico. Los únicos Estados que todaví­a quedaban a resguardo eran Rusia y Gran Bretaña, cuya hegemoní­a marí­tima habí­a sentado de una vez por todas Nelson en Trafalgar, arruinando los proyectos mejor concebidos del emperador. Contra esta última habí­a ensayado el bloqueo continental, cerrando los puertos y rutas europeos a las manufacturas británicas. Era una guerra comercial perdida de antemano, donde todas las trincheras se mostraban inútiles ante el activí­simo contrabando y el hecho de que la industria europea aún estuviese en mantillas respecto de la británica y fuera incapaz de surtir la demanda. Colapsada la circulación comercial, Napoleón se perfiló ante Europa como el gran estorbo económico, sobre todo cuando las mutuas represalias se extendieron a los paí­ses neutrales.

El bloqueo continental también condujo en 1808 a invadir Portugal, el satélite británico, y su llave de paso, España. Los Borbones españoles fueron desalojados del trono en beneficio de su hermano José, y la dinastí­a portuguesa huyó a Brasil. Ambos pueblos se levantaron en armas y comenzaron una doble guerra de Independencia que los dejarí­a destrozados para muchas décadas, pero fijaron y diezmaron a una parte de la Grande Armée en una agotadora lucha de guerrillas que se extendió hasta 1814, doblada en las batallas a campo abierto por un moderno ejército enviado por Gran Bretaña.

La otra parte del ejército, en la que habí­a enrolado a contingentes de las diversas nacionalidades vencidas, fue tragada por las inmensidades rusas. En la campaña de 1812 contra el zar Alejandro I, Napoleón llegó hasta Moscú, pero en la obligada retirada perecieron casi medio millón de hombres entre el frí­o y el hielo del invierno ruso, el hambre y el continuo hostigamiento del enemigo. Toda Europa se levantó entonces contra el dominio napoleónico, y el sentimiento nacional de los pueblos se rebeló dando soporte al desquite de las monarquí­as; hasta en Francia, fatigada de la interminable tensión bélica y de una creciente opresión, la burguesí­a resolvió desembarazarse de su amo.

La batalla resolutoria de esta nueva coalición, la sexta, se libró en Leipzig en 1813, la «batalla de las Naciones», una de las grandes y raras derrotas de Napoleón. Fue el prólogo de la invasión de Francia, la entrada de los aliados en Parí­s y la abdicación del emperador en Fontainebleau, en abril de 1814, forzada por sus mismos generales. Las potencias vencedoras le concedieron la soberaní­a plena sobre la minúscula isla italiana de Elba y restablecieron en su lugar a los Borbones, arrojados por la Revolución, en la figura de Luis XVIII.

Su estancia en Elba, suavizada por los cuidados familiares de su madre y la visita de Marí­a Walewska, fue comparable a la de un león enjaulado. Tení­a cuarenta y cinco años y todaví­a se sentí­a capaz de hacer frente a Europa. Los errores de los Borbones, que a pesar del largo exilio no se resignaban a pactar con la burguesí­a, y el descontento del pueblo le dieron ocasión para actuar. Desembarcó en Francia con sólo un millar de hombres y, sin disparar un solo tiro, en un nuevo baño triunfal de multitudes, volvió a hacerse con el poder en Parí­s.

Pero fue completamente derrotado en junio de 1815 por los vigilantes Estados europeos -que no habí­an depuesto las armas, atentos a una posible revigorización francesa- en Waterloo y puesto nuevamente en la disyuntiva de abdicar. Así­ concluyó su segundo perí­odo imperial, que por su corta duración se ha llamado de los Cien Dí­as (de marzo a junio de 1815). Se entregó a los ingleses, que le deportaron a un perdido islote africano, Santa Elena, donde sucumbió lentamente a las iniquidades de un tétrico carcelero, Hudson Lowe. Antes de morir, el 5 de mayo de 1821, escribió unas memorias, el Memorial de Santa Elena, en las que se describió a sí­ mismo tal como deseaba que le viese la posteridad. í‰sta aún no se ha puesto de acuerdo sobre su personalidad mezcla singular del bronco espadón cuartelero, el estadista, el visionario, el aventurero y el héroe de la antigí¼edad obsesionado por la gloria.

 

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